7.16.2012

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Ahora clamo al cielo en espera de que caiga vestido de púrpura y naranja, de que se venga de Carnaval, brillante, purpurina en polvo que se expande en el tapiz bicolor de la puesta de sol.
Llevaba tres días escapándome de la tutela de mis tíos gracias a una copia de llaves que conseguí por mi primo, Lucas, al visitarme el fin de semana anterior. "Por favor Luke" le supliqué en un pequeño descanso tras la comida "dámelas, necesito evadirme". Comprensivo, tal y como había premeditado, las ocultó en uno de los bolsillos de mi chaqueta vaquera y me guiñó el ojo. "Aún me sorprendes" añadió. No entendí a qué se refería, pero allí estaba mi pequeña libertad metálica, y es lo único que me interesaba.
Metía las llaves en la cerradura y con un giro silencioso, abría la puerta y salía escopeteada por las escaleras. La parte de atrás llevaba a un antiguo camino de tierra batida, donde el viento levantaba el polvo hasta conseguir arrancarte un máximo desconocido de estornudos. Algunos hierbajos se aventuraban sobre los recodos, hasta llegar a la carretera principal que llevaba al cerro de la villa. Era una pista empinada que ascendía sobre una suave colina, como si de un gran gigante se tratara. El asfalto se recalentaba durante las mañanas, en las que el sol lucía sin apenas un atisbo de nubes, y al llegar la noche, me tumbaba sobre él, resguardada del viento, congelado, helado, aún a pesar de que estuviéramos en el más entrado Julio. Resultaba un tanto estúpido andar por el velo nocturno en pantalón corto, pero valiente de mi, más bien testaruda, me ataviaba de un par de chaquetas y salía a la aventura, buscando relajarme, meditar. Pensar, sola. Sin nadie. Era el gran momento del día, cuando las estrellas se mostraban para mi, iluminando desde la distancia. Me gustaba dibujar mentalmente conexiones entre unas y otras, vislumbrando las constelaciones que ya trazaron antes los grecolatinos. Me recordaban a mi padre, sin duda. Él había sido quien me había infundado el amor por la astronomía en mi más tierna infancia, cuando nos tirábamos horas y horas delante del telescopio y me hablaba de Kepler, con un movimiento elíptico del dedo y los ojos como platos.

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