" Cuando Bretón descubrió mi pintura, se mostró disgustado a causa de los elementos escatológicos que la mancillaban. Esto me dejó atónito. Yo me estrenaba en la mierda, lo que, desde el punto de vista del psicoanálisis, sería interpretado más tarde como el feliz presagio del oro que amenazaba ¡felizmente! con desparramarse sobre mí. Con toda insidia, intenté hacer creer a los surrealistas que esos elementos escatológicos no podían por menos que traerle suerte al movimiento. No vacilé en invocar en mi auxilio la iconografía digestiva de todos los tiempos y de todas las civilizaciones: la gallina de los huevos de oro, el delirio intestinal de Danae, el asno de los excrementos dorados, pero no quisieron escucharme. Así pues, tomé rápidamente una decisión. Dado que no querían saber nada de la mierda que yo tan generosamente les ofrecía, guardaría esos tesoros y ese oro para mí. El famoso anagrama, trabajosamente elaborado por Breton veinte años después, «Avida Dollars», hubiera ya podido lanzarse en aquella época.
No necesité pasar más de una semana en el seno del grupo surrealista para descubrir que Gala tenía toda la razón. Toleraron, hasta cierto punto, mis elementos escatológicos. Pero, en cambio, ciertas otras cosas fueron declaradas «tabú». Reconocí en todo eso las mismas prohibiciones que me imponían en el seno de mi familia. Me autorizaban la sangre. Podía añadirle un poco de caca. Pero no tenía derecho a emplear sólo la caca. Me autorizaban a representar sexos, pero no fantasías anales. ¡Cualquier clase de ano era observado de modo muy sospechoso! Las lesbianas les gustaban mucho, pero no los pederastas. En los sueños podía utilizar sin limitaciones el sadismo, los paraguas y las máquinas de coser, pero, excepto para los profanos, todo elemento religioso, incluso de carácter místico, me estaba prohibido. Si soñaba simplemente con una madonna de Rafael sin blasfemias aparentes, me prohibían hablar de ello...
Como ya dije antes, me hice cien por cien surrealista. Consciente de mi buena fe, me decidí a llevar adelante mi experiencia hasta sus consecuencias más extremas y contradictorias. Me sentía dispuesto a proceder con esa hipocresía mediterránea y paranoica de cuya perversidad conozco todos los secretos. Lo importante, para mí, era cometer el máximo número de pecados, por más que ya me deslumbraran los poemas de san Juan de la Cruz, que hasta el momento sólo conocía por habérselos oído recitar a García Lorca. Tenía ya el presentimiento de que, más adelante, la cuestión religiosa iba a plantearse seriamente en mi vida. A imitación de san Agustín que, mientras se entregaba al libertinaje y a los placeres orgíacos, rogaba a Dios que le otorgara la fe, yo invocaba al cielo añadiendo: «Sí, pero no enseguida. Un poco más adelante...». Antes de que mi vida se convirtiera en lo que es hoy día, un ejemplo de ascetismo y virtud, quería agarrarme a mi ilusorio surrealismo de pervertido poliforme, aunque sólo fuera durante tres minutos más, como el durmiente que se afana por retener las postreras migajas de un sueño dionisiaco. El Dionisio nietzscheano me acompañó por doquier como paciente ama de cría, y muy pronto me di cuenta de que al ama le salía un moño y de que su manga se engalanaba con un brazal con una cruz gamada. Toda la cuestión iba a engamarse, ¡perdón!, a enredarse entre los mismos que, además de chochear, ya no sabían hacer otra cosa que enredar.
Jamás negué a mi flexible y fecunda imaginación los métodos de investigación más rigurosos. Éstos no hicieron más que proporcionar algo de disciplina a mi insaciable voracidad congénita. Por eso, diariamente me esforzaba para que el grupo surrealista aceptara una idea o una imagen que estuviera en completa contradicción con el «gusto surrealista». Todo lo que constituía mi aportación contrariaba, en efecto, sus deseos. "
Diario de un genio, fragmento.
Salvador Dalí.
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