9.28.2013

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Quizás es que de un modo escuetamente compasivo nos llaman la atención las historias ajenas, siempre y cuando se localicen en un entorno cuanto menos bohemio. Digamos, en pocas palabras, que el encuentro fortuito de pretérito y presente araña nuestros corazón, corazón coraza, corazón de terciopelo, como el del melocotón. Un baile pintoresco de sensaciones, un vals de entresijos y compases descoordinados, unas delicadas manos que se deslizan sobre el ébano y el marfil de los tiempos pasados. Siempre café con luz de media tarde, los tornasolados impregnan su carmesí de vainilla en el ambiente.
A uno se le cansan las manos y las neuronas de pensar en pasado. Hay demasiados tiempos. Pretérito perfecto, el simple y el compuesto, y luego el imperfecto, que también peca de desdoblamiento de personalidad; el pluscuamperfecto con sus dos vertientes, y el condicional, el que más duele, el que deja con la miel en los labios. Todos se olvidan del futuro y del presente en el Café de Las Camelias, pero en un esfuerzo compensatorio por evadirme del calor húmedo del Levante no se me ocurre otra cosa que contradecir lo establecido y desgarrar un par de folletos de hace dos años. Se desgarran sístole y diástole, de pronto, a la par, al mismo tiempo, y la ternura se deshace sobre las palmas sanguinarias. Asesina de recuerdos, devoradora a contracorriente del sucio dolor-placer de la morriña. Aquí de nuevo. ¿Ves? De nuevo, de viejo, morriña, nostalgia, melancolía, Café de las Camelias. Reproduciéndose en un tocadiscos, vinilo de diamante (de sangre).
Quizás los días dejan cada vez menos huella. Ya no queda rastro de cristal sino manchas de cuando la lluvia golpeaba las ventanas, en tiempos de tormenta.
La calma se alzó en el horizonte, triunfante. No es mi estilo, esto de la paz y tranquilidad, pero las quejas son quisquillosas, y más cuando la tormenta te hacía llorar de lo empapada que te dejaba.
A veces es mejor ducha con ropa que calarse hasta los huesos con diluvios de otoño.