Quizás lleve dos horas de frente a una pantalla, en blanco, apenas en blanco. Es un buscador, pero es en blanco. Blanco como el teléfono. Blanco como el gotelé de la pared. Blanco inconsciencia, blanca la demencia.
Suelo reflexionar las tardes que salgo al Río a correr. Las neuronas también se calzan las zapatillas y se enredan en un peligroso vuelo electrostático a la velocidad de la luz. A veces se chocan entre ellas, a veces se matan. A veces se suicidan. Las que más. Anoche me dió por reflexionar, por ejemplo, sobre el café. Porque el café, no sé, ¿por definición?, es un estimulante del sistema nervioso, pero no hay café que estimule el mío siempre y cuando los niveles de dopamina y serotonina (supongo que más el segundo que el primero) rozan mis talones, anclados al asfalto. Un peso se deja notar sobre mis hombros, primero. Ahí es donde empiezo a notar los efectos secundarios de la droga más dolorosa. Luego sube por la barbilla, por los labios, por la nariz. Lo intenta, lo intenta mucho, y se anima a las cuencas oculares, pero no no no no no puede, no puede. Ahí está vetada la entrada, está prohibida. No, no se aventura. ¿No lo consigue? ¿No? No. Parece que no.
Con complejo de sinusitis, ahí está bien. Ahí se deja mecer por Morfeo, oh, sí. Y echa raíces, sin miedo, porque el miedo es mío si no puedo arrancar las malas hierbas. Atraviesan el hueso, lo fracturan, lo rasgan, lo destrozan. Lo devoran. Termitas del calcio de mi armadura, una armadura de prepúber. Una armadura de mierda, en conclusión. No sirve de nada esta puta armadura, sino para problemas de quinceañera llorica e hiperhormonada.
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