De nuevo aquí, de nuevo frustrada. De nuevo de bruces contra la realidad de ser lo más despreciable. ¿Dónde está el autocontrol? ¿Dónde la autocrítica? ¿Dónde las matrículas y abrocharme el pantalón? Desdén emocional de primer grado, del primero de los escaños de depresión. Me siento tan sucia como en un pozal de lodo, ahogada por el asco y el deseon de ser una versión mejor de mi persona. Pero nada más lejos (de nuevo) de la realidad. Lo he intentado, han sido meses difíciles. Enbutirse como cuando rondaba los catorce en un bañador, y echar a hacer largos. Echar a nadar como si no hubiera más que hacer en el resto del día. Besar como si las condiciones de contorno no fueran, digamos, más problemáticas de lo que imaginaba. En este despeje pseudo-retrospectivo de la autoestima de apenas noventa días. Razonamientos estúpidos, como estúpida que soy.
Estúpida e ilusa, estúpida y decadente, condescendiente, ausente, astringente hasta la médula. Estúpida porque no podría ser más repulsiva, física y mentalmente. Me doy asco y no sé quitármelo de encima, aunque sepa la solución.
Ojalá pudiera arrancarme
el estómago
las ojeras
la incapacidad mental
la gente que me odia
y él me odia, y me odia, y me odia.
Y es cierto que no hay más desprecio que no hacer aprecio, porque es de continuo. Es intentar reabrir las ventanas con la corriente en tu contra. Podría ser peor, sí, supongo, podría escupirme. Podría escupirme y apenas me apartaría. Porque en fin, me lo merezco. No por el daño ajeno, no. De eso aún soy consciente, gracias al cielo.
Sino por el daño interno. El del alma. El de los gritos desgarrándome cada una de mis fibras.
Porque ojalá, ojalá, ojalá
Ojalá no fuera yo.