Puam se levantó de un salto. Rebuscaba con ansias entre su ropa, acumulada en una sillita de mimbre de finales del siglo dieciocho que se encontraba en una esquina de la habitación. Se estaba poniendo nerviosa, tal y como le ocurría cada vez que no encontraba lo que buscaba. Por fortuna, pensaba la muchacha, el día se vestía de azul, azul turquesa como el del mar, azul turquesa como el cielo que augura tormenta. Los chubascos, que en la zona resultaban bastante habituales, eran uno de esos acontecimientos que le gustaba observar en primera persona. Siempre que su delicada salud se lo permitía se plantaba en el muelle a ver cómo el mar se picaba y las pequeñas embarcaciones luchaban en aquel despiadado oleaje, peleando por no ser devorados por esa gran masa oscura. Apartó con rapidez las distintas prendas. Allí estaba. Dio un tirón y sacó su chubasquero.
- ¡Abuelita! - gritó.
Bajó correteando las escaleras de madera, crujían con cada salto que daba en los peldaños.
La anciana salió a su encuentro. Vestía una bata azul oscura, casi negra, o negra incluso. Se trataba de uno de esos tonos extremadamente complicados de definir. El tejido en cuestión llevaba un estampado de unas gaviotas blancas, en la totalidad de la tela, y estaba decorada con una delicada puntilla en los extremos de las mangas de farol. Su pelo era cano, blanquísimo, como el de las casas encaladas de los municipios cordobeses, y estaba recogido con un tirante moño de bailarina. Sus facciones eran dulces y amistosas, al igual que su carácter. Unas divertidas pecas salpicaban su pequeña nariz de porcelana. Cumplía cada uno de los tópicos que nos venden las películas Disney sobre viejecillos adorables, así que, por supuesto, en sus manos traía una humeante jarra con café, recién hecho, cuyo aroma empañaba sus cristales.
- No corras Puam, un día de éstos tropezarás. Recuerda que hace dos días que enceramos el suelo. Maldita la gracia - añadió con un tono de tristeza - que tuviéramos que ir de vuelta al hospital. Pierre ya se sabe de memoria el número de la seguridad social.
Suspiró, cansada, y volvió a sus quehaceres diarios. La chiquilla la siguió trotando hacia la cocina.
- ¡Abuelita!
La anciana se giró de nuevo, con la misma sonrisa con la que la había recibido hacía unos instantes.
- Dime Puam.
- ¿Cuándo vuelve el abuelito?
- No tardará demasiado. En unas horas, si mejora el tiempo. Ya sabes que los pescadores trabajan hasta el mediodía.
- Sí abuelita. ¿Crees que tendrá miedo?
- Para nada. El abuelito es muy valiente, está acostumbrado a todo.
- ¿De verdad que echó a los alemanes durante la guerra?
- Claro que sí - rió la mujer -. Se compincharon todos los de aquí, del pueblo, y echaron a los comandantes con picos y palas.
- Qué valientes. ¿Y tampoco tuvieron miedo? Yo les hubiera dado muy fuerte, y no les habría dejado volver nunca, nunca, nunca.
- Bueno pequeñaja - dijo, haciéndole unas cosquillas en los brazos - ve a arreglarte que nos vamos a dar una vuelta por el centro. Tengo que ir a comprar verdura, ¿me acompañas?
- ¡Sí!
- Pues sube, venga. No tardes. Y acuérdate de coger...
- El chubasquero.
- Muy bien. Venga, ¡corre!
La anciana salió a su encuentro. Vestía una bata azul oscura, casi negra, o negra incluso. Se trataba de uno de esos tonos extremadamente complicados de definir. El tejido en cuestión llevaba un estampado de unas gaviotas blancas, en la totalidad de la tela, y estaba decorada con una delicada puntilla en los extremos de las mangas de farol. Su pelo era cano, blanquísimo, como el de las casas encaladas de los municipios cordobeses, y estaba recogido con un tirante moño de bailarina. Sus facciones eran dulces y amistosas, al igual que su carácter. Unas divertidas pecas salpicaban su pequeña nariz de porcelana. Cumplía cada uno de los tópicos que nos venden las películas Disney sobre viejecillos adorables, así que, por supuesto, en sus manos traía una humeante jarra con café, recién hecho, cuyo aroma empañaba sus cristales.
- No corras Puam, un día de éstos tropezarás. Recuerda que hace dos días que enceramos el suelo. Maldita la gracia - añadió con un tono de tristeza - que tuviéramos que ir de vuelta al hospital. Pierre ya se sabe de memoria el número de la seguridad social.
Suspiró, cansada, y volvió a sus quehaceres diarios. La chiquilla la siguió trotando hacia la cocina.
- ¡Abuelita!
La anciana se giró de nuevo, con la misma sonrisa con la que la había recibido hacía unos instantes.
- Dime Puam.
- ¿Cuándo vuelve el abuelito?
- No tardará demasiado. En unas horas, si mejora el tiempo. Ya sabes que los pescadores trabajan hasta el mediodía.
- Sí abuelita. ¿Crees que tendrá miedo?
- Para nada. El abuelito es muy valiente, está acostumbrado a todo.
- ¿De verdad que echó a los alemanes durante la guerra?
- Claro que sí - rió la mujer -. Se compincharon todos los de aquí, del pueblo, y echaron a los comandantes con picos y palas.
- Qué valientes. ¿Y tampoco tuvieron miedo? Yo les hubiera dado muy fuerte, y no les habría dejado volver nunca, nunca, nunca.
- Bueno pequeñaja - dijo, haciéndole unas cosquillas en los brazos - ve a arreglarte que nos vamos a dar una vuelta por el centro. Tengo que ir a comprar verdura, ¿me acompañas?
- ¡Sí!
- Pues sube, venga. No tardes. Y acuérdate de coger...
- El chubasquero.
- Muy bien. Venga, ¡corre!