Anoutz se apoya sobre la baranda. Mantiene entre sus manos una infusión con aroma a menta, menta que relaje sus músculos y su mente. Siente que es abstracción cuando bebe. Quizás así, también en pleno invierno, tinte profundo el de la oscuridad, se calman sus sentidos. Sus pensamientos, también. La rebeca apenas cubre su piel del frío del anochecer pacense, sexto piso de uno de esos barrios desde los que se ve el Guadiana bajo los puentes, ahí, a lo lejos. Cientos de bombillas iluminadas que se extienden ante la atenta mirada de la muchacha, algo cansada, algo ilusa. Siempre son ambas, nunca se manifiestan por separado.
Un gato maúlla en la calle. Se escucha mimetizado entre el mordisco de los vehículos sobre el asfalto, en una especie curiosa de estéreo. Al fondo, los ecos distorsionados de un "Vie en Rose" de Louis Armstrong, meciéndose con dulzura al compás del jazz; un vinilo, la luz ténue, y dos sombras acariciándose tras las cortinas de un apartamento. Se acerca el cigarro a los labios y aspira. Deja que el humo rasque su garganta, aguantando la tos. Mamá tenía gracia cuando lo hacía, ella y sus suaves insinuaciones al más puro estilo Monroe. Se le volvían de terciopelo los latidos cuando emulaba algún mito imposible, y su madre lo era. La recordaba sobre aquel mismo sillón, con las piernas cruzadas y su risa cantarina, carcajeando en medio de aquella comida, en medio de todos los hombres, en medio de trajes, corbatas y mocasines italianos. En medio de todas las miradas, girando su cabeza con desdén y coquetería, así, y se pasaba los dedos por el pelo, y luego la barbilla, y entonces, el cuello. La manicura francesa y las pestañas rizadas, apenas maquillaje. Se bastaba ella sola, exuberante.
Nunca fue madre. Nunca la cuidó como fue debido. No es madre quien trasnocha entre champán y destellos de Swarovski, pero al menos fue un intento. Las familias desestructuradas tampoco eran su fuerte, quizás el problema de todo aquello fueron los años a todo tren de su infancia y juventud, al alcance de todo aquello que deseaba. El lujo de los caprichos, la educación exquisita, los vestidos de Chanel y las vacaciones en la residencia de verano. El abuelo la mantuvo hasta que terminó, finalmente y tras varios años, la carrera de Artes Interpretativas, y con ayuda de varios contactos consiguió participar en algunas obras en el Teatro Principal. Pero las aspiraciones de aquella muchacha carismática rompían las barreras del drama. Quería vivir del celuloide, y ser el recuerdo eterno en una cinta. "Nadie me olvidaría, podría morir y aún seguiría viva". Qué decir, la niña de papá, la niña bonita y de sus ojos. No costó demasiado que su belleza y proporciones ayudaran a que un director se fijara en ella. Papeles banales, sin trascendencia. Eso, al fin y al cabo, significaba lo de menos. Ella tan sólo quería lucirse, mostrarse ante el mundo, ser admirada, observada. Deseada. Quería ser el centro de atención de miles de ojos en toda América y Europa, conducir coches caros y codearse con la élite interpretativa de Hollywood. Éxito, brillaba en sus pupilas. Y éxito brillaba también en su nómina. Pronto el carmín de sus labios pasó a ser el más deseado de todos los hombres, llovían las propuestas y ofertas de papeles en la mesa de su representante. "Eres una estrella", le susurraba Marcus entre gemidos y sábanas. Era la secuela perfecta de su vida, la adecuada a aquellos años anteriores que también hubieron sido felices.
El aire comienza a refrescar, y mece con suavidad el toldo blanquigualda de la terraza. Las primeras chispas de estrellas empiezan a cubrir el cielo. Anoutz sigue reflexionando. No puede evitar mirar de reojo el teléfono, y vuelve a dar otra calada. Inspira. Exhala. Se rasca el brazo derecho y hace un amago de abrigarse con ligereza. Qué desesperante. No sabe si entiende lo que ocurre y prefiere hacer de tripas corazón y obviarlo, o que sigue encadenada a esa feliz soledad a la que estaba acostumbrada. Se le hace difícil. Sabe que ha perdido peso, incluso, estas últimas dos semanas. Abre los ojos y lo primero que piensa, el primer pensamiento, es escapar. Huir. Cortar con la rutina, de algún modo. Sí. Cortar. Coger unas tijeras y acabar primero con unos vínculos y luego con otros. Fuera las cuerdas, adiós a las ataduras.
Se siente sola en ocasiones, y presa en todas las demás. Se oculta en figuras de humo rubias y con filtro para paliar un poco más el dolor. Y se pregunta siempre si no será que nunca quiso elegir, y no que fuera mala la elección. Es duro, divaga. ¿Cuánto? ¿Y si...? Pero cuando amenazan los "y si", vuelven los temores de alcanzar, efectivamente, el punto de no retorno. Y quién quiere llegar hasta el final, a la meta, si puedes alargar un poco más el camino. Estúpida, supones. Más estúpidas que cobarde, quizás no te equivocas al sopesar las dos opciones. Qué mal enseñada estás, inocente y dulce, inocente y asustadiza. Inocente y aún así fría, escarcha de Abril sobre las cosechas. El hielo que quema las manos en el más profundo invierno.
Manos frías, corazón caliente. Pero no hay corazón que valga, y si vale, no queda nada. Tan sólo queda roca, roca muerta, roca yerma. Cristal, diamante.
Se pasa la mano por la nuca y cierra los ojos durante unos instantes, buscando en esas caricias propias un poco de consuelo a su cansancio. No duerme. Ya dormía poco antes, pero ahora ni descansa. La consumen los libros, las tardes las pasa de estantería a estantería y de mostrador a ordenador. Las bibliotecarias conocen de sobra sus mirada vacía, carente de sentimentalismo.
Sonríe en las cafeterías. Allí fuera el ambiente es distinto. Noviembre aún es joven y el frío todavía no llega a los riñones, por fortuna. Las mejillas están sonrojadas y pasea junto a un par de chavales, entre bromas y comentarios absurdos. Se sientan sobre un banco y sacan un par de libros, "La Metamorfosis" y un ejemplar de cuentos de Juan Rulfo. Se muestra natural, mueve la boca con gracilidad y hasta las muecas resultan dulces en cada uno de sus gestos.
Un pitido breve. Anoutz se lleva la mano a uno de los bolsillos, y saca el móvil. El corazón le da un vuelco, y vuelve a introducirlo, pero en este caso en el bolso.
Mira el reloj. Las doce menos veinte. Queda nada para la medianoche. Lleva tres cuartos de hora y todavía no ha llamado. De nuevo ese cansancio subiéndole por la espina dorsal, y de nuevo el dolor. Cuánto más se extenderá. No lo sabe. Sí lo sabe. Sentencia. Otro día más que tachar del calendario, otro día más que se ausenta de verlo. Hoy han colgado con apenas un adiós, en seco. Se moja los labios. Cuánto más. Como si pudiera leerle la mente, conoce cada uno de sus posibles pensamientos, y cómo no, que está llegando hasta su límite. "Y todavía es pronto" piensa con sorna. Todavía.
¿Qué ocurre con lo que está inevitablemente destinado al fracaso? Las personas nacen para amarse, ¿por qué lo evita? ¿Qué la hace huir? Un sabor salado sobre su lengua y pestañas.
Vuelve a mirar al cielo. No encuentra la Luna. "Putas paradojas: infusión, reflexión, y me falta la Luna. Puta noche incompleta".
Un gato maúlla en la calle. Se escucha mimetizado entre el mordisco de los vehículos sobre el asfalto, en una especie curiosa de estéreo. Al fondo, los ecos distorsionados de un "Vie en Rose" de Louis Armstrong, meciéndose con dulzura al compás del jazz; un vinilo, la luz ténue, y dos sombras acariciándose tras las cortinas de un apartamento. Se acerca el cigarro a los labios y aspira. Deja que el humo rasque su garganta, aguantando la tos. Mamá tenía gracia cuando lo hacía, ella y sus suaves insinuaciones al más puro estilo Monroe. Se le volvían de terciopelo los latidos cuando emulaba algún mito imposible, y su madre lo era. La recordaba sobre aquel mismo sillón, con las piernas cruzadas y su risa cantarina, carcajeando en medio de aquella comida, en medio de todos los hombres, en medio de trajes, corbatas y mocasines italianos. En medio de todas las miradas, girando su cabeza con desdén y coquetería, así, y se pasaba los dedos por el pelo, y luego la barbilla, y entonces, el cuello. La manicura francesa y las pestañas rizadas, apenas maquillaje. Se bastaba ella sola, exuberante.
Nunca fue madre. Nunca la cuidó como fue debido. No es madre quien trasnocha entre champán y destellos de Swarovski, pero al menos fue un intento. Las familias desestructuradas tampoco eran su fuerte, quizás el problema de todo aquello fueron los años a todo tren de su infancia y juventud, al alcance de todo aquello que deseaba. El lujo de los caprichos, la educación exquisita, los vestidos de Chanel y las vacaciones en la residencia de verano. El abuelo la mantuvo hasta que terminó, finalmente y tras varios años, la carrera de Artes Interpretativas, y con ayuda de varios contactos consiguió participar en algunas obras en el Teatro Principal. Pero las aspiraciones de aquella muchacha carismática rompían las barreras del drama. Quería vivir del celuloide, y ser el recuerdo eterno en una cinta. "Nadie me olvidaría, podría morir y aún seguiría viva". Qué decir, la niña de papá, la niña bonita y de sus ojos. No costó demasiado que su belleza y proporciones ayudaran a que un director se fijara en ella. Papeles banales, sin trascendencia. Eso, al fin y al cabo, significaba lo de menos. Ella tan sólo quería lucirse, mostrarse ante el mundo, ser admirada, observada. Deseada. Quería ser el centro de atención de miles de ojos en toda América y Europa, conducir coches caros y codearse con la élite interpretativa de Hollywood. Éxito, brillaba en sus pupilas. Y éxito brillaba también en su nómina. Pronto el carmín de sus labios pasó a ser el más deseado de todos los hombres, llovían las propuestas y ofertas de papeles en la mesa de su representante. "Eres una estrella", le susurraba Marcus entre gemidos y sábanas. Era la secuela perfecta de su vida, la adecuada a aquellos años anteriores que también hubieron sido felices.
El aire comienza a refrescar, y mece con suavidad el toldo blanquigualda de la terraza. Las primeras chispas de estrellas empiezan a cubrir el cielo. Anoutz sigue reflexionando. No puede evitar mirar de reojo el teléfono, y vuelve a dar otra calada. Inspira. Exhala. Se rasca el brazo derecho y hace un amago de abrigarse con ligereza. Qué desesperante. No sabe si entiende lo que ocurre y prefiere hacer de tripas corazón y obviarlo, o que sigue encadenada a esa feliz soledad a la que estaba acostumbrada. Se le hace difícil. Sabe que ha perdido peso, incluso, estas últimas dos semanas. Abre los ojos y lo primero que piensa, el primer pensamiento, es escapar. Huir. Cortar con la rutina, de algún modo. Sí. Cortar. Coger unas tijeras y acabar primero con unos vínculos y luego con otros. Fuera las cuerdas, adiós a las ataduras.
Se siente sola en ocasiones, y presa en todas las demás. Se oculta en figuras de humo rubias y con filtro para paliar un poco más el dolor. Y se pregunta siempre si no será que nunca quiso elegir, y no que fuera mala la elección. Es duro, divaga. ¿Cuánto? ¿Y si...? Pero cuando amenazan los "y si", vuelven los temores de alcanzar, efectivamente, el punto de no retorno. Y quién quiere llegar hasta el final, a la meta, si puedes alargar un poco más el camino. Estúpida, supones. Más estúpidas que cobarde, quizás no te equivocas al sopesar las dos opciones. Qué mal enseñada estás, inocente y dulce, inocente y asustadiza. Inocente y aún así fría, escarcha de Abril sobre las cosechas. El hielo que quema las manos en el más profundo invierno.
Manos frías, corazón caliente. Pero no hay corazón que valga, y si vale, no queda nada. Tan sólo queda roca, roca muerta, roca yerma. Cristal, diamante.
Se pasa la mano por la nuca y cierra los ojos durante unos instantes, buscando en esas caricias propias un poco de consuelo a su cansancio. No duerme. Ya dormía poco antes, pero ahora ni descansa. La consumen los libros, las tardes las pasa de estantería a estantería y de mostrador a ordenador. Las bibliotecarias conocen de sobra sus mirada vacía, carente de sentimentalismo.
Sonríe en las cafeterías. Allí fuera el ambiente es distinto. Noviembre aún es joven y el frío todavía no llega a los riñones, por fortuna. Las mejillas están sonrojadas y pasea junto a un par de chavales, entre bromas y comentarios absurdos. Se sientan sobre un banco y sacan un par de libros, "La Metamorfosis" y un ejemplar de cuentos de Juan Rulfo. Se muestra natural, mueve la boca con gracilidad y hasta las muecas resultan dulces en cada uno de sus gestos.
Un pitido breve. Anoutz se lleva la mano a uno de los bolsillos, y saca el móvil. El corazón le da un vuelco, y vuelve a introducirlo, pero en este caso en el bolso.
— Quién es?—pregunta el muchacho. Ella permanece ausente.Calma.
—Nadie—dice, mientras sonríe—. Oye, ¿querrías que hiciéramos algo esta noche? Hacía tanto que no hablábamos que... O lo que quieras.
—Como veas, ¿qué te apetece?
—Cualquier cosa.
—Bueno, pensemos algo.
—Sí, sí, si da igual, vayámonos a algún bar por casa de Bruno. Sí, por allí.
—¿Y estas ganas repentinas?
—Me apetece evadirme un poco. Estoy muy ocupada últimamente con la tesis y me agobio un tanto, ya me entiendes.
—¿Seguro?
—Sí.
—¿Cómo estás de todo?
—Normal, bien. No sé, como siempre.
—Sabes que me preocupo por ti.
—Lo sé.
—Sonríe un poco más, que te veo muy triste. Y no quiero verte triste. Ya lo sabes.
—Sí—dice, abrazándolo. Ojalá pudiera contarle todo lo que siente, y todo lo que le ocurre. La angustia que oprime su pecho. Agacha la cabeza y se distancia con lentitud, respirando con profundidad. Calma, pequeña. Calma.
Mira el reloj. Las doce menos veinte. Queda nada para la medianoche. Lleva tres cuartos de hora y todavía no ha llamado. De nuevo ese cansancio subiéndole por la espina dorsal, y de nuevo el dolor. Cuánto más se extenderá. No lo sabe. Sí lo sabe. Sentencia. Otro día más que tachar del calendario, otro día más que se ausenta de verlo. Hoy han colgado con apenas un adiós, en seco. Se moja los labios. Cuánto más. Como si pudiera leerle la mente, conoce cada uno de sus posibles pensamientos, y cómo no, que está llegando hasta su límite. "Y todavía es pronto" piensa con sorna. Todavía.
¿Qué ocurre con lo que está inevitablemente destinado al fracaso? Las personas nacen para amarse, ¿por qué lo evita? ¿Qué la hace huir? Un sabor salado sobre su lengua y pestañas.
Vuelve a mirar al cielo. No encuentra la Luna. "Putas paradojas: infusión, reflexión, y me falta la Luna. Puta noche incompleta".
Y es el cielo doblemente incompleto cuando ni siquiera hay nubes de las que quejarse.
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