10.23.2013

Pathos III

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A mi en realidad nunca me acabaron las biografías. Siempre tuve la sensación de que aquel que desea poner en manifiesto y conocimiento del mundo cada uno de los detalles de su vida, es un egolatra enmascarado. O sin enmascarar. Las máscaras para el carnaval. En Madrid nos gusta la gente con la cara al descubierto, de frente, levantando el puño o la palma, pero de cara, ¿eh? Las dagas en la espalda no son gusto de nadie. En realidad es el día a día, por eso nos desagrada. Muchos predican con eso de que antes verdad que duele que mentira que abraza, pero no son tan puros de corazón de diario. No, no. Ni yo mismo. El otro día en el café teatro se aparecieron unas muchachas de éstas, unas jóvenes de las que se meten en Filosofía porque se dejan llevar por esa paparruchada que es la vocación. Vocación, joder. Hoy día se habla de vocación como de un bocata de lomo con queso, como si pudieras adquirirla en cualquier lado así, sin más. Oye, una de vocación a la marinera, y ya está, tan simple y sencillo. No sé, ¿Filosofía? ¿En serio? ¿Que no les dijeron en la escuela... Los putos filósofos están para encerrarlos. Yo qué sé lo que se metería ese tal Hegel, pero ya tuve la mala suerte de dedicarle horas de estudio para una Selectividad mediocrita, que ni me permitió entrar en lo que me apetecía. En fin, yo qué sé, siempre acabo hablando de cosas que no vienen al caso. Y las muchachas, pues eso, se sentaron al lado. Eran muy monas, no tendrían más de veinte. A las chiquillas de hoy en día se les va un poco la cabeza con lo de los ideales, y la televisión y las redes sociales y toda esa parafernalia. ¿Has visto lo de las manifestaciones? No sé, nunca me he fiado de los sindicatos. Lo leí anoche el periódico, mira, en el café teatro, precisamente, que los habían subvencionado con no se qué cantidad inmensa de dinero. ¿Tú te crees? Son los primeros que se llenan los bolsillos, ¡y bien luego que hablan! Pues eso, y se sentaron a hablar de María, sí, sí, la Platerita. Se me cayó el alma. A ver, podría haber sido cualquier otra María, eh, pero yo sabía, lo sabía. Era María, mi María del alma. Hacía años que no escuchaba su nombre en boca de otros. Me pregunté qué fue de ella y de su melena a la altura de los hombros. ¿Te conté cuando se la tiñó de color carlota? Por Dios, parecía una calabaza. Se pasó toda la noche llorando y pidiendo un pelapatatas diciendo que se montaría una máquina del tiempo para arreglar el estropicio. Le faltaba un regón, a la chiquita, pero era un amor. Aunque para amor, el de Pascualín. Bueno, amor, amor... Tampoco era amor, pero más o menos, capricho, sí, capricho juguetón. Siempre que venía a visitarla se le iban los ojos un poco hacia afuera, como a un lobito hambriento. Menudo golfo que era, por qué le gustaría tanto a la Marieta, ¡si era un don nadie! Un Don Juan sin oficio ni beneficio, bah, más poca cosa. No servía ni para servir cafés en Lavapiés.

Orchid I

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Zygmunt tenía veinticuatro cuando lo amordazaron con la cuerda del cobertizo y le rasgaron la piel con un cuchillo de sierra. Era el veinticinco de octubre de mil novecientos noventa y siete.
A Marion le gustaba cómo la sangre le chorreaba de un modo peculiar y dantescamente artístico sobre el lienzo que era la piel de Zyg. La nieve había absorbido gran parte del líquido y se expandía a una velocidad siniestra y alarmante.
—Llevaos a los chicos—masculló uno de los policías, un hombre grande y serio, con el bigote espeso y las facciones duras, propias de un prusiano. Se había alejado para vislumbrar las pisadas de barro de los supuestos asesinos, pero nada que permitiera identificarlos. No había prueba ni rastro de ADN que fuera a facilitar avanzar en el caso. Los curiosos empezaron a asomarse a través de las cortinas de los salones, dejándose llevar por el horror y el morbo de la situación. La señora Pitcher se llevaba las uñas a la boca constantemente y susurraba incoherencias. Celestino apuraba un café, al otro lado de la mesa.
—Era un pobre muchacho.
—Esta juventud está enferma, ¿te has fijado, eh, te has fijado? Eso son las drogas y los padres, que no ofrecen una buena eduación a los muchachos, pero, ¿de qué educación hablamos? ¿Los has visto? Ayer los vi fumando en el portal, ¡y al entrar al instituto! Es una vergüenza, te lo digo yo, ¡me asusta! ¿Y si nos pasa a nosotros, Celestino? ¿Y si nos amordazan? ¿Y si me violan? ¡Ay, no, por Dios, Virgen Santísima, qué horrible, qué desgracia tan grande! Las drogas, Celestino, ya te lo he dicho. Esta gente se mete de todo y en cualquier momento. Espero que no le pase nada a Susan, espero que no se acerque, mañana no saldrá a la calle.
A Marion le gustaba la sangre, sí, pero no podría nunca sentir más que sencilla curiosidad por las lágrimas carmesís que caían denotando lo irreversible del suceso.
—Está lloviendo—suspiró Peter. Se le había cubierto el pelo de hollín y hojarasca, tras permanecer horas espiando tras los setos. Era el hijo de la señora Pitcher.
El cielo se había encapotado en el letargo dulce de las horas. Marion se sacudió con un gesto leve las rodillas.
—Vamos a casa. Tengo frío.





10.22.2013

Pathos II

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Hubiera firmado por un capítulo como aquel. Hubiera firmado por una antesala llena de libros y editoriales, por levantarse tal cual salía de una entrevista de negocios con la elegancia de la mujer moderna.

María se desvistió con desgana. Se dejó la blusa fina de tirantes, y a continuación desabrochó sus pantalones con una delicadeza sempiterna. Me veo, pensaba, me veo sobre un escenario, con cientos de personas, cientos de ojos con críticas, y la cámara al fondo grabando. Sería bonito, salir en Televisión Española, en ese programa de la tía alta y huesuda. La verdad que Pascual es tan dulce. Imaginá, en medio del espectáculo. Ay, me pillé. Estos pantalones se me quedan apretados, en exceso. A Pascual le encantan. Me ha gustado cómo me ha mirado al ver que lo estaba esperando en el portal. No sé si se fijó en la lencería. Me encanta este conjunto de encaje, es tan suave, ¿qué pasá que suenan las bocinas fuera? Ya estamos otra vez con los drogadictos, no se cansan de hacerlo mal. Ay, cómo me camelé al jefe de policía aquella vez, ay Pascual qué diría si se enterara, me mataría, lo sé, es tan celoso, se vuelve loco, pero cómo folla, ay, cómo, se me han erizado los vellos del antebrazo, adoro cuando pasa la lengua por y Dios creo voy a llamarlo, me muero, me muero, ah, y cuando lo hicimos en los aseos aquellos del cinema, fue fantástico, necesito el teléfono, ¿dónde está, dónde lo he dejado? Qué desastre de apartamento, luego buscaré a Anita, me pone enferma que no haya recogido todavía la mesa del desayuno, la gente que sólo vive para dormir me enerva, me enferma, es tan desagradable, merecen un infierno aparte de los de Dante, ¡está lleno de jugo de sandía!, la mato, no puedo, ah, aquí está, seis cinco siete cuatro dos sí, aquí, espero que lo coja. Joder, me volví a quedar sin papel, tengo que bajar luego a Rosarito a pedirle, y los huevos, la tarta de arándanos estaba podidamente ¿Pascual? Ah, sí, sí, soy su prima. Sí, decíle que lo llamé, por favor. Gracias, a usted. Jodido cabrón, ya se está tirando a la secretaria. Me voy a por el papel.

Pathos I

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Hacía viento. Siempre lo hizo. Siempre se comportó como si la vida se le fuera entre los dedos, como si se despertara cada mañana al borde del abismo de la colilla de un cigarro, y qué. Y qué, más que suspiros. Redoble de tambores sobre el corazón, los pálpitos.
Era Madrid el quince de septiembre del año cualquiera. Era un cierto aroma a bollos recién hechos, y el horno en la esquina de la avenida de América. Dulce sobre el especiado de la leña, y el diálogo fluido de dos ancianas. Se cierne sobre la capital un manto púrpura que señala en dirección a los primeros atisbos del amanecer.

Aparentemente no hay nada de Madrid que no le guste al residente nato ni al innato gato. La sencillez de sus callejuelas y el sinvivir de sus habitantes es el encanto que prima sobre el ruido que, quizás, disguste a tantos otros. Nadie imagina Madrid de otro modo. Yo no me imagino a Madrid sin sus embotellamientos a primera hora de la mañana, ni sin manifestaciones a última del día. Los señores trajeados y con carteras del metro, las señoras que disimulan no mirarse en el reflejo de las superficies brillantes. Por el rabillo del ojo. Eh, o sí, o qué, que también las has visto. Lo digo, digo Diego.
Se dice que María vivía sin complejos. Mentira, sin complejos de físico, que es el único complejo aceptable hoy día, que a uno se le olvida que la Vogue, que el periodiquillo, que la comidilla televisiva, que la radio que Internet, que si Twitter, etcétera. Tenía complejo de sentirse corriente, empezando por su nombre. La señá Antonia decía que María era nombre de virgen e inocencia, cosas que la joven bien careció iniciada ya la adolescencia. Se le perdió la virginidad un mediodía en los aseos del colegio de señoritas, y la inocencia en manos de un simpático muchacho que se encargaba del mantenimiento en la escuela. Recuerda todavía sus yemas llenas de sangre y los pinchazos. Pero nada de Pepe. Si es que Pepe, lo llevaba loquito, pasillo arriba pasillo abajo, con esas rodillas tan blancas y de nena, le perdía la muñequita.
Poco tiempo pasó cuando siguió explorando esas sensaciones que, si bien en un principio poco llamaban su atención, le abrieron un nuevo mundo de apetencias y desconocidos placeres.
Con cierta frecuencia, María, que desde niña había mostrado su interés y desarraigo a las costumbres propias de la familia, comenzó a visitar los locales de la Malasaña de aquellos años, de los años antes a cualquiera, imagina, mirá, qué años. La llamaban Platerita, por sus modales argentinos y esa picaresca propia de los rioplatenses. Se fumaba los cigarros como un buen hombre de negocios un puro, los enrollaba en el papelito fino de liar, el tabaco ese, migajado, aromático, pasaba la lengua y ahí, ya quedaba, un rasgar de encendedor y ahí que iba un cuarto cigarro. Las uñas se le volvieron amarillas, pero Platerita, la nena, los ojitos de miel, guardaba en su mirada y formas el encanto de la mujer fatal de aquellos años. Los de antes. Los de muy entonces.
Yo había llegado con mis modales antiguos y mis sonrisas de bebedor. La muy fingida disposición a atreverme a lanzar la caña a cualquier muchacha con risita repugnante, de las que te agotan la billetera. Maria te agotaba la billetera, de acuerdo, pero María era María. Una Lolita encantadora, de las que no quedaban. Por cincuenta te hacía la mejor mamada de la historia, contada y por contar, digo la Historia, eh. Soy discreto. Pero lo de aquella mujer no era normal, no, sus miradas (de las indiscretas, sí) prometían exactamente lo que la imaginación te jugaba en pocos segundos. Tenía los senos pequeños y la lengua suelta, y las carnes prietas, eh, de poca carne, pero firme y dura. Tenía la piel suave como una caricia de melocotón, y las caderas estrechas. Gemía con un placer oscuro las noches de luna llena, eso también lo recuerdo. Se aparecía en el portal con aquella mirada de indiferencia, cigarro en mano (decimotercero), y a continuación subía las escaleras muy lentamente, marcando cada paso, cada peldaño. Os juro que era sexo en estado puro. No sucio, pero sí enigmático, magnéticamente frenético. Lamía con lujuria su vientre y así empezaba con la respiración entrecortada. Cerraba los ojos en medio de aquel éxtasis buscado y esperado, cómo lo sabía, cómo me volvía aquella chiquita. Loco.


10.08.2013

54

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Nunca supe diferenciar entre las eses a final de palabra y las de principio. Siempre me sonaban a hueco, a rasgar de papel. Tampoco tuve claro si (g/j)irafa o e(x/s)


Me acaban de llamar gurú de mierda. Resentimientos, quizás me pasé, por vez enésima. Es gracioso. Me acaban de despreciar hasta el punto más infinitésimo existente, y lo primero que me viene a la cabeza no es ni compasión ni remordimientos, sino Leibniz y sus límites. Su cálculo infinitesimal.
Es existencialismo, quizás en una vertiente terriblemente dañina. Por una vez, no es autodestructiva, no sé hasta qué punto es bueno. Lo dulce de la autodestrucción es que es una amante egoísta, y la guardas para tu íntimo y único ser. No se comparte. Mía, tuya, suya, nuestra, vuestra, suya.
¿Y ahora? Qué vil, qué ironía, si justo me iba a poner a reflexionar en blanco, de ahí las primeras líneas que poco tienen que ver con el resto (por vez enésima). Que si aquello de las mónadas y su puta madre, que si los obsoletos y la ortografía, y esas paparruchadas que le vienen a un(a/o) cuando la noche afila sus (¿mis?) cuchillos. Las líneas simples del pensamiento, las profundidades recónditas de una caverna que más tiene que ver con Jünger que con Platón. Discernir, el aplauso del mediodía sobre la lluvia de un mes de Marzo.
Qué indiferencia supone el odio cuando el vacío, si bien existencial o no, es el que devora las entrañas como Cronos a sus hijos. Cronos y las pupilas dilatadas, las carnes sangrantes y la cara desfigurada. El rostro del horror, el mismísimo diablo durante mi tierna infancia. 

Otro párrafo más antes de un nuevo paso a la realidad.
A un(o/a) se le olvida. Será normal. Siempre preferí el teatro.

9.28.2013

53

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Quizás es que de un modo escuetamente compasivo nos llaman la atención las historias ajenas, siempre y cuando se localicen en un entorno cuanto menos bohemio. Digamos, en pocas palabras, que el encuentro fortuito de pretérito y presente araña nuestros corazón, corazón coraza, corazón de terciopelo, como el del melocotón. Un baile pintoresco de sensaciones, un vals de entresijos y compases descoordinados, unas delicadas manos que se deslizan sobre el ébano y el marfil de los tiempos pasados. Siempre café con luz de media tarde, los tornasolados impregnan su carmesí de vainilla en el ambiente.
A uno se le cansan las manos y las neuronas de pensar en pasado. Hay demasiados tiempos. Pretérito perfecto, el simple y el compuesto, y luego el imperfecto, que también peca de desdoblamiento de personalidad; el pluscuamperfecto con sus dos vertientes, y el condicional, el que más duele, el que deja con la miel en los labios. Todos se olvidan del futuro y del presente en el Café de Las Camelias, pero en un esfuerzo compensatorio por evadirme del calor húmedo del Levante no se me ocurre otra cosa que contradecir lo establecido y desgarrar un par de folletos de hace dos años. Se desgarran sístole y diástole, de pronto, a la par, al mismo tiempo, y la ternura se deshace sobre las palmas sanguinarias. Asesina de recuerdos, devoradora a contracorriente del sucio dolor-placer de la morriña. Aquí de nuevo. ¿Ves? De nuevo, de viejo, morriña, nostalgia, melancolía, Café de las Camelias. Reproduciéndose en un tocadiscos, vinilo de diamante (de sangre).
Quizás los días dejan cada vez menos huella. Ya no queda rastro de cristal sino manchas de cuando la lluvia golpeaba las ventanas, en tiempos de tormenta.
La calma se alzó en el horizonte, triunfante. No es mi estilo, esto de la paz y tranquilidad, pero las quejas son quisquillosas, y más cuando la tormenta te hacía llorar de lo empapada que te dejaba.
A veces es mejor ducha con ropa que calarse hasta los huesos con diluvios de otoño.

6.30.2013

"Any other world"

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Bau

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En las noches de invierno es amargo y es dulce
Escuchar, junto al fuego que palpita y humea,
Como se alzan muy lentos los recuerdos lejanos
Al son de carillones que suenan en la bruma.
¡Feliz campana aquella de enérgica garganta
Que, pese a su vejez, conservada y alerta,
Con fidelidad lanza su grito religioso
Como un viejo soldado que vigila en su tienda!
Pero mi alma está hendida, y, cuando en sus hastíos,
Quiere poblar de cantos la frialdad nocturna,
Con frecuencia sucede que su cansada voz
Semeja al estertor de un herido olvidado
Junto a un lago de sangre, bajo un montón de muertos,
Que expira, sin moverse, entre esfuerzos inmensos.

5.17.2013

52

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No había luz. Había por doble partida, partida por la mitad con el trazo suave de la sombra de una lámpara, éstas que se llamaban Art Decó. Estas tantas que como cualquier moda se difumina con los años su presencia.
Apretó sus labios y suspiró con delicadeza. No había nada más que delicadeza en cada uno de sus gestos, como un etéreo hálito de inocencia inmerme, descuidadamente calculado. Hermoso. Hermosa, como toda ella. Era un moño caramelo desecho, con un par de mechones sobre la frente y los parietales. Era una sonrisa dulce de limón y dientes menudos y brillantes. Era mejillas coloradas y la sensación de que las horas no eran más que un entretenimiento simple, una obligación en ocasiones. La existencia del estrés como incógnita de su propia existencia: nunca perdió la calma ante los problemas. Quizás es que nunca tuvo. Quizás era su simpleza, su sencillez. Y es que era la más perdonable de las transparencias, el arquetipo más consentido.

5.05.2013

51

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" Cuando Bretón descubrió mi pintura, se mostró disgustado a causa de los elementos escatológicos que la mancillaban. Esto me dejó atónito. Yo me estrenaba en la mierda, lo que, desde el punto de vista del psicoanálisis, sería interpretado más tarde como el feliz presagio del oro que amenazaba ¡felizmente! con desparramarse sobre mí. Con toda insidia, intenté hacer creer a los surrealistas que esos elementos escatológicos no podían por menos que traerle suerte al movimiento. No vacilé en invocar en mi auxilio la iconografía digestiva de todos los tiempos y de todas las civilizaciones: la gallina de los huevos de oro, el delirio intestinal de Danae, el asno de los excrementos dorados, pero no quisieron escucharme. Así pues, tomé rápidamente una decisión. Dado que no querían saber nada de la mierda que yo tan generosamente les ofrecía, guardaría esos tesoros y ese oro para mí. El famoso anagrama, trabajosamente elaborado por Breton veinte años después, «Avida Dollars», hubiera ya podido lanzarse en aquella época.
No necesité pasar más de una semana en el seno del grupo surrealista para descubrir que Gala tenía toda la razón. Toleraron, hasta cierto punto, mis elementos escatológicos. Pero, en cambio, ciertas otras cosas fueron declaradas «tabú». Reconocí en todo eso las mismas prohibiciones que me imponían en el seno de mi familia. Me autorizaban la sangre. Podía añadirle un poco de caca. Pero no tenía derecho a emplear sólo la caca. Me autorizaban a representar sexos, pero no fantasías anales. ¡Cualquier clase de ano era observado de modo muy sospechoso! Las lesbianas les gustaban mucho, pero no los pederastas. En los sueños podía utilizar sin limitaciones el sadismo, los paraguas y las máquinas de coser, pero, excepto para los profanos, todo elemento religioso, incluso de carácter místico, me estaba prohibido. Si soñaba simplemente con una madonna de Rafael sin blasfemias aparentes, me prohibían hablar de ello...
Como ya dije antes, me hice cien por cien surrealista. Consciente de mi buena fe, me decidí a llevar adelante mi experiencia hasta sus consecuencias más extremas y contradictorias. Me sentía dispuesto a proceder con esa hipocresía mediterránea y paranoica de cuya perversidad conozco todos los secretos. Lo importante, para mí, era cometer el máximo número de pecados, por más que ya me deslumbraran los poemas de san Juan de la Cruz, que hasta el momento sólo conocía por habérselos oído recitar a García Lorca. Tenía ya el presentimiento de que, más adelante, la cuestión religiosa iba a plantearse seriamente en mi vida. A imitación de san Agustín que, mientras se entregaba al libertinaje y a los placeres orgíacos, rogaba a Dios que le otorgara la fe, yo invocaba al cielo añadiendo: «Sí, pero no enseguida. Un poco más adelante...». Antes de que mi vida se convirtiera en lo que es hoy día, un ejemplo de ascetismo y virtud, quería agarrarme a mi ilusorio surrealismo de pervertido poliforme, aunque sólo fuera durante tres minutos más, como el durmiente que se afana por retener las postreras migajas de un sueño dionisiaco. El Dionisio nietzscheano me acompañó por doquier como paciente ama de cría, y muy pronto me di cuenta de que al ama le salía un moño y de que su manga se engalanaba con un brazal con una cruz gamada. Toda la cuestión iba a engamarse, ¡perdón!, a enredarse entre los mismos que, además de chochear, ya no sabían hacer otra cosa que enredar.
Jamás negué a mi flexible y fecunda imaginación los métodos de investigación más rigurosos. Éstos no hicieron más que proporcionar algo de disciplina a mi insaciable voracidad congénita. Por eso, diariamente me esforzaba para que el grupo surrealista aceptara una idea o una imagen que estuviera en completa contradicción con el «gusto surrealista». Todo lo que constituía mi aportación contrariaba, en efecto, sus deseos. "

Diario de un genio, fragmento.
Salvador Dalí.

50

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"Ha dicho Octavio Paz: "Basta que un hombre encadenado cierre sus ojos para que pueda hacer estallar el mundo", y yo, parafraseando, agrego: bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia, para que hiciera saltar el universo. Mas, por el momento, podemos dormir tranquilos, pues la luz cinematográfica está convenientemente dosificada y encadenada. En ninguna de las artes tradicionales existe una desproporción tan grande entre posibilidad y realización como en el cine. Por actuar de una manera directa sobre el espectador, presentándole seres y cosas concretas, por aislarlo, gracias al silencio, a la oscuridad, de lo que pudiéramos llamar su hábitat psíquico, el cine es capaz de arrebatarlo como ninguna otra expresión humana. 
Pero como ninguna otra es capaz de embrutecerlo. Por desgracia, la gran mayoría de los cines actuales parecen no tener más misión que ésa: las pantallas hacen gala del vacío moral e intelectual en que prospera el cine, que se limita a imitar la novela o el teatro, con la diferencia de que sus medios son menos ricos para expresar psicologías; repiten hasta el infinito las mismas historias que se cansó de contar el siglo XIX y que aún se siguen repitiendo en la novela contemporánea. 
Una persona medianamente culta arrojaría con desdén el libro que contuviese alguno de los argumentos que nos relatan las más grandes películas. Sin embargo, sentada cómodamente en la sala a oscuras; deslumbrada por la luz y el movimiento que ejercen un poder casi hipnótico sobre ella, atraída por el interés del rostro humano y los cambios fulgurantes de lugar, esa misma persona, casi culta, acepta plácidamente los tópicos más desprestigiados. El espectador de cine, en virtud de esa clase o de esa especie de inhibición hipnogógica, pierde un porcentaje elevado de sus facultades intelectivas. 
Pondré un ejemplo concreto: la película titulada Detective Story o Antesala del Infierno. La estructuración de su argumento es perfecta, el director magnífico, los actores extraordinarios, la realización genial, etc, etc. Pues bien, todo ese talento, todo ese savoir faire, toda la complicación que supone la máquina del film, fue puesta al servicio de una historia estúpida, notable por su bajeza moral. Me viene a la mente aquella máquina extraordinaria del Opus II, aparato gigantesco, fabricado con el mejor acero, de mil engranajes complicados, tubos, manómetros, cuadrantes, exacto como un reloj, imponente como un trasatlántico, que servía únicamente para timbrar la correspondencia. "

El cine, instrumento de poesía. (fragmento)
Luis Buñuel.

4.30.2013

49

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Es dulce hasta el contoneo de tu cintura sobre mi pelvis, y el rasgar suave de las sábanas. Es dulce cómo te despeinas y te sacias, de espectáculo de variedades, de dónde habrás salido sino de allí. Es dulce, como bien te he dicho tantas otras veces, que hasta la más mínima partícula de tu piel se erice con las caricias de unos cuantos besos. 
Pero se pierde la dulzura si te acercas y te veo nada más que con ojos de pantera, ojos de ámbar, de depredador famélico, de muerto de sed y hambre, con la brújula sin marcar a ninguna parte. Se me aceleran los pálpitos, los pensamientos, los impulsos y la desesperación absoluta, absoluta velocidad de un láser que atraviesa la consciencia. Un torrente sanguíneo que se abre camino hacia las mejillas. Prende y arde, arde y prende, inflamables como las páginas del Fahrenheit. Heroína, cocaína, antesala de un par de colisiones de placer, tiempo, olas, maremoto, terremoto, tifón, huracán. Descarga eléctrica, los cátodo y ánodo de una batería incandescente. Y un zumbido que me atraviesa la médula con las zarpas sobre la presa.
De pronto, ausencia. Parálisis. Pausa. Una mano que se detiene, un músculo que se contrae. La dinamo detenida en un choque frontal, auspiciado. Se invierte la catálisis. Velocidad absoluta en un mundo donde Lorentz no tiene espacio ni reconocimiento. No sobre sus cimientos. No sobre los de ella.
Se aparta un par de mechones. Sólo la veo con curvas aunque no tenga. Sólo la veo como Fortuna, Fortuna Brevis. Detesto su egoísmo, su ascendencia caprochisa. Maldita Annonaria, la puta que te parió. ¿Qué pretendes? ¿A qué juegas? Me he perdido, ¿que me has insinuado algo distinto? ¿Es mi interpretación? Interpretación la tuya con ese sucio mover de alfil a traición, de dama negra en el acecho. Me desquicias, exasperación, represión contestataria de tu yugo, de tu cándida sonrisa envenenada. Y te tendrías que joder, y ahora que te jodan, y que te jodan, y no te levantas ni con excusas de mierda ni segundas. Ésta no te la paso, y Dios si te la paso, ¡puta impotencia de no saber por qué cojones, por qué me sigues girando la cara como si fuera otro cualquiera!

-¿Qué te ocurre?

Pausa.

-Ey. ¿Estás?

Como si no lo supieras.

-Nada.

Silencio.

- Jack.

Silencio. 

- Jack.

No mires.

-Jack, por favor...

No.

-Jack, mírame. Por favor.

No.

-Yo...

De acuerdo.
Suficiente. Acopio.
De acuerdo, indiferencia. El gesto más sutil, lo más dañino posible.
Y allí. Ahí está. Cervatillo acorralado, perdido, confundido, cansado. Y se me vela la mirada de celuloide con el caleidoscopio de tu inocencia. 
Paciencia, como un susurro. Paciencia, vuelve a la jaula. La bestia en cautividad que se encierra demolida, amansada, dominada por la luz de la dama. 
¿Cuántas noches lleva? ¿Cuánto tiempo es la paciencia? ¿Hasta cuándo no reaccionará? ¿Hasta dónde será verdad que me quiera?

3.30.2013

48

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Zabr abre los ojos sin inmutarse. Se despierta con la voz ronca del estrés post-traumático del último chupito de tequila.
Hace días que no piensa. Días y semanas. Días y meses. Tiempo. Desconoce hace cuánto se desenganchó de su heroína, y las jeringuillas se postergan semiocultas en la penumbra de varios cajones, entre hojas de libreta y el mal recuerdo de un par de resacas. Sabe que ese vacío no es más que la segunda parte de una película sin nombre ni carátula, ni escenas dobles ni productivo que la pague. Ella sola haciéndole frente a la cámara, de espaldas a un decorado que no recuerda cómo consiguió.
Resuena como eco sobre sus entrañas, las más profundas. No necesita arrancar ni hígado ni corazón ni coraje, las simples vísceras que odió y amó con tanta perseverancia, y ahora... Ahora. Hablaba de paciencia  para disimular que no esperaba, y se encontró con que la paciencia se convirtió en compañera inalienable, la cara oculta de la Luna, álter ego. Tan pronto como se pudo deshacer de sus quejidos, comenzó a echarlos de menos. Absurdo. La fea costumbre de querer y no querer, como si se tratara de un juego o una partida de ajedrez. Tarde para darse de bruces contra la realidad, también. O pronto. O nunca preparada.
Hay días de octubre que la llaman a la puerta con menos frecuencia de la que se esperaba. Quizás es que al final ha madurado, como las manzanas en primavera. Quizás es el almendro que se hiela con la mínima ráfaga de frío siberiano.
Abre de nuevo el de Isabel Allende con la inocencia de un chiquillo.
"Yo no quiero, ni sé querer. Nunca he sabido ni tengo intención por aprender. Tengo miedo, miedo de lo desconocido, miedo de lo vivido y de volver a revivir. Miedo del miedo, de huir."
Y se funde como hierro en una amalgama de lágrimas y luz tornasolada, sin querer bajar la persiana con temor a que se desencaje de la realidad. Que se desate, como un ser pequeño, indefenso, y no sepa reencontrarse. Aunque, es posible, el auténtico reencuentro sea ese llanto amargo.

3.07.2013

47

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Hoy he luchado entre tus sábanas. Sábanas de miedos y sábanas de recuerdos, sábanas de algodón dulce, suave, de caricias veraniegas. Sábanas hechas jirones al cabo de varias horas, cuando el reloj-despertador marque las 4:26.
Se desnuda con timidez. Es pequeña, parece pequeña. Una gacela al borde del colapso, sin bien saber si echar a correr o confiar, por una vez, en el guepardo. Esta vez no hay penumbra, no hay Madrid, no hay desayuno continental ni ola de frío que arrase desde Siberia. Sólo avenida y estores bajados, las persianas a media altura, y un apartamento vacío.
Oscuro. En silencio.
Medita, sopesa. Durante un par de minutos su mente no deja de barajar posibilidades, situaciones, coraje, bulle de información, hierve la sangre bajo su piel de gallina, sus ganas de desaparecer. En realidad no querría haber venido. En realidad no querría haber empezado. En realidad estaba deseando follarse a cualquier otro desgraciado, cualquier otro recuerdo desdibujado y con afán de protagonismo. Arrancarle los pantalones borracha e inconsciente, dejarse llevar por las burbujas del alcohol y no tener por qué recordar. Un sexo sucio y sin fundamento, sin significado. Vacío, oscuro. Pero no en silencio.
En noches como ésta renacen los antiguos retratos chamuscados, cubiertos de ceniza y pólvora. Varios susurros al teléfono y un par de miradas malintencionadas, intencionadas, calculadas. Inconcluyentes. Y se quedan en miradas, promesas y deseo, puro deseo que se regenera por la cobardía, el ave fénix de mi cordura.

31 (Borrador)

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Píldoras de ansiedad disueltas en el flujo de pensamientos del córtex prefrontal. Actividad cerebral en azul, púrpura y carmesí bajo el análisis complejo de un ordenador, mientras unas líneas contínuas y raquíticas dibujan el extenso folio blanco del electroencefalograma. Cognitivo, del latín cognoscere. No había cursado en su vida dicha asignatura, pero la curiosidad era una de aquellas cosas que le picaban de pequeña, además de los piojos, sea o no indecoroso el decirlo. Así que sí, se trataba de esas palabras que se dedicó a memorizar leyendo un diccionario enciclopédico de consulta. Muchachas extrañas donde las haya. Pues ella era así. Y no había más.



(Boceto 31. 10 de Septiembre.)

46

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Oscuridad. Profunda, densa. Una masa funesta de petróleo y obsidiana. Agujero negro interestelar. Oscuridad.
Resuenan, como alaridos de ultratumba, ecos chocando y rebotando sobre las paredes de hormigón del corredor, una especie de tañidos distorsionados provenientes de las habitaciones del fondo. Piano, guitarra. Como golpes, como violencia. Una sensación de incomodidad y euforia en la nuca y las yemas de los dedos, se eriza el vello de todo su cuerpo. Jean apura con una última calada su cigarro y escupe. Así que estos son los locales. Gira la cabeza primero hacia la derecha, luego hacia arriba, y a continuación levanta un pie del suelo, como quien ha pisado un chicle en medio de la Gran Vía. Una larga grieta recorre todo lo largo del pasillo. Las paredes parecen un cuadro impresionista de moho, humedad y pintadas. Pasa la mano con detenimiento sobre ellos. No entiende lo que está escrito, será obra de algún puto analfabeto alcohólico o de los yonkis que vienen los fines de semana cuando pasan las tres de la madrugada y cierran el Metro.
—Menuda puta mierda—masculla entre dientes.
Sus pasos entremezclándose con esos ecos vagabundos. Un, dos, un, dos. Un soldado que se dirige inequívoca e irremediablemente hacia un objetivo incierto, adhesivo, corrosivo y latente, un corazón enjaulado entre costillas de acero y ladrillo. El cuero de su chupa contrayéndose en ese vaivén de brazos, se mete las manos en los bolsillos como si buscara su mechero y pretende parecer más mayor. Qué gilipollas, a veces se mira al espejo y se ve como si fuera un crío de diecisiete. El pelo, los ojos. A veces no aparenta ni la mayoría de edad, y sobrepasa por cuatro o cinco meses los diecinueve.



(Boceto 46, 8 de Diciembre)