No había luz. Había por doble partida, partida por la mitad con el trazo suave de la sombra de una lámpara, éstas que se llamaban Art Decó. Estas tantas que como cualquier moda se difumina con los años su presencia.
Apretó sus labios y suspiró con delicadeza. No había nada más que delicadeza en cada uno de sus gestos, como un etéreo hálito de inocencia inmerme, descuidadamente calculado. Hermoso. Hermosa, como toda ella. Era un moño caramelo desecho, con un par de mechones sobre la frente y los parietales. Era una sonrisa dulce de limón y dientes menudos y brillantes. Era mejillas coloradas y la sensación de que las horas no eran más que un entretenimiento simple, una obligación en ocasiones. La existencia del estrés como incógnita de su propia existencia: nunca perdió la calma ante los problemas. Quizás es que nunca tuvo. Quizás era su simpleza, su sencillez. Y es que era la más perdonable de las transparencias, el arquetipo más consentido.
5.17.2013
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5.05.2013
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" Cuando Bretón descubrió mi pintura, se mostró disgustado a causa de los elementos escatológicos que la mancillaban. Esto me dejó atónito. Yo me estrenaba en la mierda, lo que, desde el punto de vista del psicoanálisis, sería interpretado más tarde como el feliz presagio del oro que amenazaba ¡felizmente! con desparramarse sobre mí. Con toda insidia, intenté hacer creer a los surrealistas que esos elementos escatológicos no podían por menos que traerle suerte al movimiento. No vacilé en invocar en mi auxilio la iconografía digestiva de todos los tiempos y de todas las civilizaciones: la gallina de los huevos de oro, el delirio intestinal de Danae, el asno de los excrementos dorados, pero no quisieron escucharme. Así pues, tomé rápidamente una decisión. Dado que no querían saber nada de la mierda que yo tan generosamente les ofrecía, guardaría esos tesoros y ese oro para mí. El famoso anagrama, trabajosamente elaborado por Breton veinte años después, «Avida Dollars», hubiera ya podido lanzarse en aquella época.
No necesité pasar más de una semana en el seno del grupo surrealista para descubrir que Gala tenía toda la razón. Toleraron, hasta cierto punto, mis elementos escatológicos. Pero, en cambio, ciertas otras cosas fueron declaradas «tabú». Reconocí en todo eso las mismas prohibiciones que me imponían en el seno de mi familia. Me autorizaban la sangre. Podía añadirle un poco de caca. Pero no tenía derecho a emplear sólo la caca. Me autorizaban a representar sexos, pero no fantasías anales. ¡Cualquier clase de ano era observado de modo muy sospechoso! Las lesbianas les gustaban mucho, pero no los pederastas. En los sueños podía utilizar sin limitaciones el sadismo, los paraguas y las máquinas de coser, pero, excepto para los profanos, todo elemento religioso, incluso de carácter místico, me estaba prohibido. Si soñaba simplemente con una madonna de Rafael sin blasfemias aparentes, me prohibían hablar de ello...
Como ya dije antes, me hice cien por cien surrealista. Consciente de mi buena fe, me decidí a llevar adelante mi experiencia hasta sus consecuencias más extremas y contradictorias. Me sentía dispuesto a proceder con esa hipocresía mediterránea y paranoica de cuya perversidad conozco todos los secretos. Lo importante, para mí, era cometer el máximo número de pecados, por más que ya me deslumbraran los poemas de san Juan de la Cruz, que hasta el momento sólo conocía por habérselos oído recitar a García Lorca. Tenía ya el presentimiento de que, más adelante, la cuestión religiosa iba a plantearse seriamente en mi vida. A imitación de san Agustín que, mientras se entregaba al libertinaje y a los placeres orgíacos, rogaba a Dios que le otorgara la fe, yo invocaba al cielo añadiendo: «Sí, pero no enseguida. Un poco más adelante...». Antes de que mi vida se convirtiera en lo que es hoy día, un ejemplo de ascetismo y virtud, quería agarrarme a mi ilusorio surrealismo de pervertido poliforme, aunque sólo fuera durante tres minutos más, como el durmiente que se afana por retener las postreras migajas de un sueño dionisiaco. El Dionisio nietzscheano me acompañó por doquier como paciente ama de cría, y muy pronto me di cuenta de que al ama le salía un moño y de que su manga se engalanaba con un brazal con una cruz gamada. Toda la cuestión iba a engamarse, ¡perdón!, a enredarse entre los mismos que, además de chochear, ya no sabían hacer otra cosa que enredar.
Jamás negué a mi flexible y fecunda imaginación los métodos de investigación más rigurosos. Éstos no hicieron más que proporcionar algo de disciplina a mi insaciable voracidad congénita. Por eso, diariamente me esforzaba para que el grupo surrealista aceptara una idea o una imagen que estuviera en completa contradicción con el «gusto surrealista». Todo lo que constituía mi aportación contrariaba, en efecto, sus deseos. "
Diario de un genio, fragmento.
Salvador Dalí.
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"Ha dicho Octavio Paz: "Basta que un hombre encadenado cierre sus ojos para que pueda hacer estallar el mundo", y yo, parafraseando, agrego: bastaría que el párpado blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia, para que hiciera saltar el universo. Mas, por el momento, podemos dormir tranquilos, pues la luz cinematográfica está convenientemente dosificada y encadenada. En ninguna de las artes tradicionales existe una desproporción tan grande entre posibilidad y realización como en el cine. Por actuar de una manera directa sobre el espectador, presentándole seres y cosas concretas, por aislarlo, gracias al silencio, a la oscuridad, de lo que pudiéramos llamar su hábitat psíquico, el cine es capaz de arrebatarlo como ninguna otra expresión humana.
Pero como ninguna otra es capaz de embrutecerlo. Por desgracia, la gran mayoría de los cines actuales parecen no tener más misión que ésa: las pantallas hacen gala del vacío moral e intelectual en que prospera el cine, que se limita a imitar la novela o el teatro, con la diferencia de que sus medios son menos ricos para expresar psicologías; repiten hasta el infinito las mismas historias que se cansó de contar el siglo XIX y que aún se siguen repitiendo en la novela contemporánea.
Una persona medianamente culta arrojaría con desdén el libro que contuviese alguno de los argumentos que nos relatan las más grandes películas. Sin embargo, sentada cómodamente en la sala a oscuras; deslumbrada por la luz y el movimiento que ejercen un poder casi hipnótico sobre ella, atraída por el interés del rostro humano y los cambios fulgurantes de lugar, esa misma persona, casi culta, acepta plácidamente los tópicos más desprestigiados. El espectador de cine, en virtud de esa clase o de esa especie de inhibición hipnogógica, pierde un porcentaje elevado de sus facultades intelectivas.
Pondré un ejemplo concreto: la película titulada Detective Story o Antesala del Infierno. La estructuración de su argumento es perfecta, el director magnífico, los actores extraordinarios, la realización genial, etc, etc. Pues bien, todo ese talento, todo ese savoir faire, toda la complicación que supone la máquina del film, fue puesta al servicio de una historia estúpida, notable por su bajeza moral. Me viene a la mente aquella máquina extraordinaria del Opus II, aparato gigantesco, fabricado con el mejor acero, de mil engranajes complicados, tubos, manómetros, cuadrantes, exacto como un reloj, imponente como un trasatlántico, que servía únicamente para timbrar la correspondencia. "
El cine, instrumento de poesía. (fragmento)
Luis Buñuel.
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