12.16.2014

Y me hieres como imán

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Caronte de amor. Caronte de sentimiento, más allá de lo epitelial, de lo míseramente carnal.
Vuelvo a perderme en la rutina de lo imposible. Un día más, y van sumándose a semanas, que prefiero dejar a un lado besarte con algo de intensidad. El "dejarse llevar". Es escuchar esa expresión y se me eriza el vello de la nuca, y no precisamente por la excitación. No al menos la sexual. 
Me escondo tras las incontrolables respuestas fisiológicas, los cambios de humor de varios meses, un tiempo atrás. La hemeroteca de los recuerdos auxiliares, nunca queda de más. Gracias, memoria. Gracias, experiencia de mierda.
Vivo en una película, en un libro, en una fantasía. ¿En algún otro momento, después del final, pude rozar lo imaginario y sentir así de real la electricidad? Lo que en Mayo me resultaba un absurdo, lo majestuosamente incomprensible, ahora me duele hasta la médula. El dolor vacío, el eco de las cavernas sedientas de alimento. Me ruge el estómago en la clase de Matemáticas. Ansiedad, ansiedad. Que no lo escuche nadie, por favor. Que nadie sepa de este hambre, susurro hacia mis adentros mientras presiono con nerviosismo el vientre. Las transformadas y demostraciones bailan unas polkas excéntricas, me cuesta seguir sus pasos. Suenan los chasquidos de mis razonamientos, arrastrándose, costándoles seguir la marcha. Al menos ya es algo, la mayoría están perdidos bastantes párrafos más atrás. Pero ahí estoy, ahí sigo con mi marcha. La notación es un puente, la notación es un puente. La integral es la pértiga, la transformada... 
Y me desvanezco, me deshago por varios y largos minutos. 
No tengo azúcar, no, no funciono, me voy. Me voy. 
Eco. Me voy.
Me voy.
Y me voy.
Con el pensamiento agarrado entre dientes y el deseo ferviente de que nadie, repito, nadie se percate de nuevo del estrés, corro hacia la biblioteca. Sacar fuerzas de la bilis, el jugo pancreático, el quimo y el quilo. ¿No hay vísceras suficientes para alimentar este delirio mental? Adrián comentó que sobre las cinco y media estaría guardándome un sitio, justo en el tercer piso de la Central. Tras un fin de semana de intenso estudio, de jornadas que excedían las doce horas de entrenamiento y memorización, alargar el paseo entre diapositivas y libros no era más que una parte esencial de esta nueva rutina de trabajo. Meto la mano en el bolsillo para sacar los auriculares. Toundra es un grupo genial, tengo ganas de dedicarle un rato a sus discos. Vaya, una luz roja. Eres tú. Esperaba una sonrisa, pero mía. Supongo que luego. En fin.
Subo las escaleras con ávido deseo de empezar, primero de uno en uno, luego a pares. Las mesas están abarrotadas y algunas de ellas cubiertas de agua por las goteras. Algunos estudiantes han sacado chubasqueros y los han extendido sobre los pupitres con la esperanza de que solucione el estropicio. Pobres ilusos, divago mientras dejo la tableta en uno de los cajones, dispuesta ahora sí a estudiar. Me sumerjo en el ácido de las ecuaciones Termodinámicas, los aceros y la conductividad. La zona de comfort. Donde nadie me puede dañar.
Y entonces.
Entonces él, después de tantas semanas. El corazón me da un vuelco. Se me colapsa el pensamiento, los procesos mentales entrecruzan y salta el instinto de supervivencia. No. No es posible, no puede ser.
Se para el tiempo en la clepsidra de mis lágrimas.
Despeinado, con los ojos delicados, ligeramente rasgados, y esa barba descuidadamente arreglada que, vete tú a saber por qué, me llama tanto la atención. El jersey que me hubiera comprado hace tres semanas en la casa de segunda mano, ahí en la ciudad vieja, y los pantalones oscuros de piel de plátano. Apoyado sobre la silla, en una actitud despreocupada y sobre una parka, bastante ordinaria, escucha seguramente una de esos estúpidos y a veces insoportables recopilatorios de música independiente. O quizás, bueno, ¿por qué no?, estará probando con algo de shoegaze, incluso experimental. Porque me gusta pensar que compartimos ciertos gustos, y que no es un mero producto de mi imaginación esta conexión que siento con él, ese lazo de atracción que me tiene magnetizada. Los latidos suenan desbocados y con ellos los pensamientos. Me siento confusa, sin saber qué sentir. Exacto, es eso mismo. No sé qué pensar porque no encuentro cómo sentirme. Ojalá me mirara. Ojalá se diera cuenta de que llevamos, bueno, sí, meses encontrándonos por casualidad. Hemos coincidido tantas veces que considero la causalidad, el salto mortal hacia la fe. Pero, ¿acaso podría haberlo evitado? 
Me duele este sentir que es y no es al mismo tiempo, palabras en mi boca antes del verano. Y tan cierto era entonces como lo es ahora, que si de alguien me enamorara, aún no comprendo (y me angustia) por qué, sería de ti. De ti, sólo de ti. Te he encontrado sin que me encuentres tú, como en las mejores historias. Y seguramente ni me encuentres. Quizás haya saltado yo de otras páginas que se traspapelaran por mala suerte una mañana de Enero, en la cafetería de la Universidad, entre un croissant y tostadas, o mi café de media mañana.
Unas comentarios amortiguados suenan unas cuantas mesas más atrás. Está empezando a chispear. Aparto, de nuevo, todas estas reflexiones. Me pesa la profundidad y alcance de esta supuesta obsesión. Ni te has percatado, digo. Oh vamos, concéntrate, ¿no lo está haciendo él?
Media hora, y luego una. Y luego tres. No he podido evitar dirigir mi mirada hacia la suya varias veces, todas aquellas que se ha levantado. Aún recuerdo ese último encuentro aquella primera semana de Noviembre, cuando te acercaste a comentar a esa supuesta compañera que había una chica que no te quitaba ojo. Me sentí ipso facto identificada con ella, e inexplicamblemente amenazada. El sabor de las sensaciones del principio volvían como un cometa a mi frontal-parietal. Cosas del cerebro reptiliano.
Y pasan cuatro, cuatro y media. Se acercan las ocho y mis vísceras están exprimidas hasta la extenuación. Recojo las cosas y, relámpago, echo una mirada furtiva a su sitio.

Se ha ido.

El teléfono sigue parpadeando con sus llamadas de atención. Las notificaciones han subido, pero la tuya permanece intacta, a la espera de mi respuesta. "Baja", te contesto. "Me voy a casa". Por fortuna ya te he avisado, sin saber todavía lo que me esperaba, de que estoy poco receptiva a los afectos (los tuyos) esta tarde. Que si las hormonas, que si el tiempo. Que si la nostalgia. Todo eso que siendo verdad es una triste excusa hacia la desconocida respuesta final. Desde la ventana puedo ver golpear la lluvia sobre los cristales. "En realidad me golpea a mí"
"¿Estás bien?", comentas, como si fuera a decirte por qué no lo estoy. "Te veo un poco pocha". Y qué feo te queda el pocha.
"Un poco, no sé", me escudo entre la muletilla perfecta intentando no tropezar con los escalones. "Estoy cansada, necesito dormir". Me miras directamente a los ojos, inquisidor. Yo empujo la puerta hacia las dagas congeladas de Diciembre.
Me cruzo con su mirada. Con la de él. Fuma un cigarro de liar con unos cuantos amigos, también los conozco, claro está. El contacto es breve. Lleva la mochila puesta y seguidamente, relaciono, se irá a casa. Aparto la mirada hacia un lado con brusquedad. No, no quiero estar ahí fuera si también está él. No podría soportarlo, siento que me sobrepasa la impotencia. Siento que me sobrepasa la rabia de su indiferencia, de su distancia insalvable. 
"Vámonos por ahí", salto, sargento de hierro. Tú obedeces con alegre ignorancia. El frío apaliza sobre tu anorak, y recuerdo que no te he dicho cuánto me disgusta.

Porque me quedo. Ahí atrás, de donde nos hemos ido.
Porque me quedo en mente y alma ahogada entre las dudas, entre el imposible. 
Atrapada en el lodo de mis ansias por interesarle.

12.12.2014

n-sima

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Hablaría de equivocaciones en negro azabache, como toda estas veces anteriores. Esas decisiones oscuras, carbónicas y de ultratumba. De las que sumergen en la más profunda de las tristezas. Pero a quién quiero engañar, por Dios, ¿tristeza? Ésto no es tristeza, son las manos de Liszt por vez enésima, acariciando mi corazón en forma de teclas del pianoforte. Pero a quién engañar, pues. A los demás y no a mí misma. Suficientemente madura como para asumir que estás repitiendo los errores que padeciste hace un par de años, porque eres el bote salvavidas de todos ellos. Y ojalá pudieras con todos, y echar a nadar con la furia y potencia de doscientos reactores de fusión nuclear, de correr y hacerles el boca a boca, y abrazarlos, y cogerlos, y besarlos uno por uno, y hacerles el amor. Tropezar ligeramente con las sábanas de los instintos, sin más. Cumplida la misión, y volver a comprobar si sigue ese sentir-no sentir, dualismo de mis andares.
A veces, bueno, siempre, me da por reflexionar. El no se qué, el sí y no, el podría ser que esta fuera la buena estando segura que al chaval del fondo le dejarías que te arrancara la ropa a mordiscos. Y podrían ser, sí, exacto, lo mismo dos que diez. Pero los lazos se enredan en las muñecas, y los saltos y piruetas se complican, se limitan. La frontera. Un paso, ¡no! Paso en falso. Atrás. Media vuelta. ¡No saltes! Cerrado. Prohibido el paso. Corre. Miedo, izquierda, derecha, al frente, plie, tirabuzón, mano sobre la ¡fuego! cintura ¡espejo! Los cristales. El mármol. Sangre. ¡Huye, pequeña bailarina! Viento, viento, viento, viento, viento. Hojas. Las puntas de ballet, yo prefería Wagner. Estallidos, primero en sol mayor, y luego cohetes. Primero estrellas, y luces de neón, y luces de motel, y luces. Me duelen las piernas, se desmoron el patio de butacas. Gritos. Descuarteto de faringe. Adiós, te quiero, no, no me quieres, adiós. Giras. Te giras. Dame la mano. Suéltame. Suelta. La boca. Del. Estómago. Dámela, nunca, que me la des, ¡apártate sucio!, me eres tan indiferente. Bolshói. Frío. Las dagas, las damas, el ajedrez. Yo también querría jugar, redoble de tímpanos, el café de las cuatro y cuarto de la mañana, el susurro a hurtadillas en el baño del centro comercial, la feria de Navidad a la que no hemos ido, ni iremos, ni fuimos, ni todos los tiempos pasados y pluscuamperfectos. El olvídame que repetí por trescientas veces y que nunca escuchaste. Las lágrimas de quien nunca ha sabido amar siendo correspondido. Dules. Dueles. Dueles como la niebla en el camino.
Dueles como las notas que no me salen interpretar, porque no sé sentir si no es para hacerme mal.
Por vez enésima.

12.04.2014

Pauler

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El volumen del televisor estaba exageradamente alto. No era capaz de concentrarse y las jaquecas acechaban en ambos parietales. De fondo se escuchaba, a su vez, un ténue hilo de voz del más rebelde de los Gallagher y su himno más cantado en el noventa y cinco.
Se arrancaba, con paciencia, las escamas de una herida. Le dolía, no dejaba de decirse, intercalando impulsos de apartar sus palmas de un momento a otro. Pero al igual que con el resto de yagas, Paula disfrutaba y se asqueaba a partes iguales del placer que le suponía la autolesión, aún a niveles tan insignificantes que quedan reservados a los infantes más estúpidos. Autolesión, autolesión. Se relamía las sangrantes plosivas y nasales de los labios.
Qé tendría de especial aquel jodido y asquerosos programa de televisión. Es más, qué tenía de especial la televisión que no pudiera sustituirse, fácilmente, por una larga sesión de estudio matemático. Por ejemplo. Aquellas eran las reflexiones que le quitaban el sueño por las madrugadas, literalmente. Ya llevaba diecisiete (4k+1) en una terrible encrucijada entre el análisis numérico y los métodos de resolución de integrales de variable compleja, sin ser capaz de soltarse de su querido y siempre admirado Laplace. Cómo abandonarse sin sus residuos y sin su deliciosa transformada, suspiraba, entrecomillado de ecuaciones. Podría probar ese salto finito, ese límite Dini, Dini-Dinovski, hacia las integrales de Fourier. ¿Segura? Bueno, con operadores lineales, sí, podría funcionar. Podría resultar interesante, sumergirse en papeles y cientos de apuntes garabateados de ejercicios. Soluciones previsibles, quizás irresolubles, quizás no. Pero siempre reconfortantes. Porque no nos olvidemos, que a la pequeña Paula le perdían las Matemáticas y sus truncados caminos porque, al fin y al cabo, todo es posible siempre y cuando encuentres el teorema adecuado que te lo resspalde. Con gente como Gauss o como Euler, ¿qué respuesta vas a encontrar en oposición a tus causas? Cero. Nulo. Trivial.
Porque no olvidemos, una vez más, que Paula tenía miedo. Miedo de los monstruos debajo de la cama, dentro del armario, fuera de su habitación, dentro de sus aulas de estudio. 
Dentro de su corazón.