7.08.2012

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Viví durante algún tiempo de prestado, en un apartamento de amplios ventanales y techos altos en la zona más cara de Madrid. Aún recuerdo la mirada sorprendida de la anfitriona al pagar las quince primeras mensualidades de una vez, y no en las cuotas que, supongo, se esperaba. Se trataba de una mujer de buen ver, buena familia y buen apetito, entrada en años pero con una elegancia y clase que no se compraba con dinero. Se notaba que ella nadaba en la abundancia y riqueza de aquel ambiente, un ambiente que no se respiraba en cualquier rincón, ni en cualquier ciudad, tan sólo allí, en la calle Princesa, asomada desde el balcón con la mirada perdida en los turistas.
Dormí durante cuatro noches en la calle. Bueno, en realidad no dormía, descansaba ligeramente, y a las ocho, hora punta, acudía a una cautivadora y dulce cafetería a desayunar mi café y croissant relleno de chocolate. Me quedé prendada en seguida por el encanto de las avenidas y parques iluminados, y de la más negra madrugada. Princesa guardaba en sus entrañas un encanto que nunca había degustado con anterioridad, y es que era durante el ocaso cuando los largos paseos adquirían para mi su máxima belleza, y esa magia recaía con especial fuerza en Noviembre. Noviembre vestía de gala la capital, los árboles se tornaban caldera al llegar la víspera de los Santos Inocentes, y yo acudía a mi visita cotidiana del Palacio de Liria. Nunca agradecí lo suficiente los contactos con los que conté desde bien joven, y gracias por supuesto a la buena fama que gozaba mi familia entre el círculo de artistas y otros nuevos aficionados al arte de buen nivel adquisitivo. Fue por ellos por los que las largas listas de espera nunca supusieron un problema para gozar de la vasta colección de cuadros y joyas de la pintura, a cada cual más exquisita, a cada cual más incitante a su observación. Los encargados de las visitas guiadas conocían de sobra mi rostro y mi "Buenos días" con aroma a fragancia de melocotón, no se molestaban en ofrecerme sus servicios: conocía todos los secretos de la mansión como si allí mismo me hubiera criado. Pero, sin lugar a dudas, de nada disfrutaba más en aquellas esporádicas citas que de sus jardines. Estimaba de corazón que me permitieran vagar en soledad entre los árboles, los setos y el asfixiante abrazo de las enredaderas en las escaleras de mármol de las esculturas y monumentos. Era el susurro del viento entre las hojas de los sauces, que me transportaba a un estado íntimo del subconsciente, la ausencia descarada de pensamientos y superficialidad. Un reencuentro, algo... trascendental, profundo. Como si me encontrara a mi misma.
Y es que en ninguno, en ningún otro lugar me encontraba como allí. Porque nada es, ni se parece tan si quiera a Madrid.

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