10.31.2014

Ven

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Fóllame en estéreo, voy a lamerte entero hasta distorsionar tus gemidos. Ven, ven, destrózame, arráncame a mordiscos, lánzame sobre la almohada, mátame a placer. Te huelo, te rozo, te siento, te dibujo sobre la piel con los labios. Estoy famélica y hambrienta, hoy me lanzaría sobre tu boca y me enredaría sobre tus piernas. Me susurro que ésto no es lo que buscas, que debería ser más condescendiente. Que podría aguantarme las ganas y los placeres, el subconsciente del que hablaba Freud. Pero me quema este egoísmo y me quema esta lujuria y me quemas, totalmente, y yo qué sé. No me desinhibo de tus líneas de campo magnético.
Ven, y fóllame, y córrete, y jódeme, y entre alcohol y oscuridad gemirte hasta explotar.
Ven ven
Ven
   Ven.


10.10.2014

Teledirección

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Hoy me ha dado por recordar, como si no fuera la costumbre. No en realidad. Seré sincera conmigo misma, he superado la vasta colección de nostalgias que me anclaban en un pasado, sin saber si este dolor no es peor aún que el anterior. Lo evidente, lo reciente, lo inmediatamente experimentado es lo que resulta más real y tangible, como dicta la lógica. A los que bebemos del dolor de los tiempos pasados (siempre y sin duda mejores, así, por norma) nos cuesta algo más darnos cuenta de esta verdad. Somos los pequeños monarcas del melodrama, aunque intentemos (los menos) alejarnos de esta actitud repulsiva. Se nos escapa, qué se le va a hacer.
El cielo era hoy un manto de violetas y tornasolados pasadas las siete y media de la mañana. Lo que más adoro de haber vuelto a la Universidad y a la rutina (que es todo) es la pereza con la que el Sol amanece desde los primeros atisbos de octubre. Superar el verano es conseguir no haberme arrancado las entrañas en los aproximadamente tres meses que dura, lo cual no os haga dudar que es un auténtico logro. No esperéis menos que escucharme disfrutar de todas las nimiedades y pequeñeces que el día a día ofrece. En fin, que en ello estaba, ensimismada en el estado reflexivo matutino, y pensé en Londres. Se me ocurrió Londres, como podría haber sido París.
Pero era Londres. Porque Londres es mezclarme entre los poros de la felicidad opípara, desmesurada del único verano que realmente valió la pena, que me enseñó la huella de los ¿amores? fugaces que no llegan a materializarse, a la real necesidad y paz de vivir sola, en un apartamento, a aprender a escaparme y sentir la adrenalina serpenteando por las palmas de mis manos. A sentirme amiga de otra gente y parte de un círculo de personas. A quererme y despreocupare, a reilusionarme con algunos muchachos.
Y él, en mi memoria, en mis mensajes.
En mis llamadas.
En mis ganas de verle, de no saber qué sentir, de la inicial confusión del skinny love que tanto odio leer en las redes sociales pero que es tan real como la vida misma.
Y entonces sonrío entre dientes, sabiéndome que tengo de nuevo la oportunidad, dos años después. Dos años que han dado de sí y me han madurado.
Quizás le haya echado de menos cada uno de estos días por parecerme inalcanzable,
pero joder,
aún me salta el corazón si le veo.
Y creedme si os digo que si me dijera ven, como al principio de este blog comentaba, yo iría. Sin pensármelo. Me lanzaría por el precipicio después de setecientos veinte días de espera, por resolver esta curiosidad sin respuesta.
Pero, por favor.
Dime ven.