10.23.2013

Pathos III

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A mi en realidad nunca me acabaron las biografías. Siempre tuve la sensación de que aquel que desea poner en manifiesto y conocimiento del mundo cada uno de los detalles de su vida, es un egolatra enmascarado. O sin enmascarar. Las máscaras para el carnaval. En Madrid nos gusta la gente con la cara al descubierto, de frente, levantando el puño o la palma, pero de cara, ¿eh? Las dagas en la espalda no son gusto de nadie. En realidad es el día a día, por eso nos desagrada. Muchos predican con eso de que antes verdad que duele que mentira que abraza, pero no son tan puros de corazón de diario. No, no. Ni yo mismo. El otro día en el café teatro se aparecieron unas muchachas de éstas, unas jóvenes de las que se meten en Filosofía porque se dejan llevar por esa paparruchada que es la vocación. Vocación, joder. Hoy día se habla de vocación como de un bocata de lomo con queso, como si pudieras adquirirla en cualquier lado así, sin más. Oye, una de vocación a la marinera, y ya está, tan simple y sencillo. No sé, ¿Filosofía? ¿En serio? ¿Que no les dijeron en la escuela... Los putos filósofos están para encerrarlos. Yo qué sé lo que se metería ese tal Hegel, pero ya tuve la mala suerte de dedicarle horas de estudio para una Selectividad mediocrita, que ni me permitió entrar en lo que me apetecía. En fin, yo qué sé, siempre acabo hablando de cosas que no vienen al caso. Y las muchachas, pues eso, se sentaron al lado. Eran muy monas, no tendrían más de veinte. A las chiquillas de hoy en día se les va un poco la cabeza con lo de los ideales, y la televisión y las redes sociales y toda esa parafernalia. ¿Has visto lo de las manifestaciones? No sé, nunca me he fiado de los sindicatos. Lo leí anoche el periódico, mira, en el café teatro, precisamente, que los habían subvencionado con no se qué cantidad inmensa de dinero. ¿Tú te crees? Son los primeros que se llenan los bolsillos, ¡y bien luego que hablan! Pues eso, y se sentaron a hablar de María, sí, sí, la Platerita. Se me cayó el alma. A ver, podría haber sido cualquier otra María, eh, pero yo sabía, lo sabía. Era María, mi María del alma. Hacía años que no escuchaba su nombre en boca de otros. Me pregunté qué fue de ella y de su melena a la altura de los hombros. ¿Te conté cuando se la tiñó de color carlota? Por Dios, parecía una calabaza. Se pasó toda la noche llorando y pidiendo un pelapatatas diciendo que se montaría una máquina del tiempo para arreglar el estropicio. Le faltaba un regón, a la chiquita, pero era un amor. Aunque para amor, el de Pascualín. Bueno, amor, amor... Tampoco era amor, pero más o menos, capricho, sí, capricho juguetón. Siempre que venía a visitarla se le iban los ojos un poco hacia afuera, como a un lobito hambriento. Menudo golfo que era, por qué le gustaría tanto a la Marieta, ¡si era un don nadie! Un Don Juan sin oficio ni beneficio, bah, más poca cosa. No servía ni para servir cafés en Lavapiés.

Orchid I

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Zygmunt tenía veinticuatro cuando lo amordazaron con la cuerda del cobertizo y le rasgaron la piel con un cuchillo de sierra. Era el veinticinco de octubre de mil novecientos noventa y siete.
A Marion le gustaba cómo la sangre le chorreaba de un modo peculiar y dantescamente artístico sobre el lienzo que era la piel de Zyg. La nieve había absorbido gran parte del líquido y se expandía a una velocidad siniestra y alarmante.
—Llevaos a los chicos—masculló uno de los policías, un hombre grande y serio, con el bigote espeso y las facciones duras, propias de un prusiano. Se había alejado para vislumbrar las pisadas de barro de los supuestos asesinos, pero nada que permitiera identificarlos. No había prueba ni rastro de ADN que fuera a facilitar avanzar en el caso. Los curiosos empezaron a asomarse a través de las cortinas de los salones, dejándose llevar por el horror y el morbo de la situación. La señora Pitcher se llevaba las uñas a la boca constantemente y susurraba incoherencias. Celestino apuraba un café, al otro lado de la mesa.
—Era un pobre muchacho.
—Esta juventud está enferma, ¿te has fijado, eh, te has fijado? Eso son las drogas y los padres, que no ofrecen una buena eduación a los muchachos, pero, ¿de qué educación hablamos? ¿Los has visto? Ayer los vi fumando en el portal, ¡y al entrar al instituto! Es una vergüenza, te lo digo yo, ¡me asusta! ¿Y si nos pasa a nosotros, Celestino? ¿Y si nos amordazan? ¿Y si me violan? ¡Ay, no, por Dios, Virgen Santísima, qué horrible, qué desgracia tan grande! Las drogas, Celestino, ya te lo he dicho. Esta gente se mete de todo y en cualquier momento. Espero que no le pase nada a Susan, espero que no se acerque, mañana no saldrá a la calle.
A Marion le gustaba la sangre, sí, pero no podría nunca sentir más que sencilla curiosidad por las lágrimas carmesís que caían denotando lo irreversible del suceso.
—Está lloviendo—suspiró Peter. Se le había cubierto el pelo de hollín y hojarasca, tras permanecer horas espiando tras los setos. Era el hijo de la señora Pitcher.
El cielo se había encapotado en el letargo dulce de las horas. Marion se sacudió con un gesto leve las rodillas.
—Vamos a casa. Tengo frío.





10.22.2013

Pathos II

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Hubiera firmado por un capítulo como aquel. Hubiera firmado por una antesala llena de libros y editoriales, por levantarse tal cual salía de una entrevista de negocios con la elegancia de la mujer moderna.

María se desvistió con desgana. Se dejó la blusa fina de tirantes, y a continuación desabrochó sus pantalones con una delicadeza sempiterna. Me veo, pensaba, me veo sobre un escenario, con cientos de personas, cientos de ojos con críticas, y la cámara al fondo grabando. Sería bonito, salir en Televisión Española, en ese programa de la tía alta y huesuda. La verdad que Pascual es tan dulce. Imaginá, en medio del espectáculo. Ay, me pillé. Estos pantalones se me quedan apretados, en exceso. A Pascual le encantan. Me ha gustado cómo me ha mirado al ver que lo estaba esperando en el portal. No sé si se fijó en la lencería. Me encanta este conjunto de encaje, es tan suave, ¿qué pasá que suenan las bocinas fuera? Ya estamos otra vez con los drogadictos, no se cansan de hacerlo mal. Ay, cómo me camelé al jefe de policía aquella vez, ay Pascual qué diría si se enterara, me mataría, lo sé, es tan celoso, se vuelve loco, pero cómo folla, ay, cómo, se me han erizado los vellos del antebrazo, adoro cuando pasa la lengua por y Dios creo voy a llamarlo, me muero, me muero, ah, y cuando lo hicimos en los aseos aquellos del cinema, fue fantástico, necesito el teléfono, ¿dónde está, dónde lo he dejado? Qué desastre de apartamento, luego buscaré a Anita, me pone enferma que no haya recogido todavía la mesa del desayuno, la gente que sólo vive para dormir me enerva, me enferma, es tan desagradable, merecen un infierno aparte de los de Dante, ¡está lleno de jugo de sandía!, la mato, no puedo, ah, aquí está, seis cinco siete cuatro dos sí, aquí, espero que lo coja. Joder, me volví a quedar sin papel, tengo que bajar luego a Rosarito a pedirle, y los huevos, la tarta de arándanos estaba podidamente ¿Pascual? Ah, sí, sí, soy su prima. Sí, decíle que lo llamé, por favor. Gracias, a usted. Jodido cabrón, ya se está tirando a la secretaria. Me voy a por el papel.

Pathos I

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Hacía viento. Siempre lo hizo. Siempre se comportó como si la vida se le fuera entre los dedos, como si se despertara cada mañana al borde del abismo de la colilla de un cigarro, y qué. Y qué, más que suspiros. Redoble de tambores sobre el corazón, los pálpitos.
Era Madrid el quince de septiembre del año cualquiera. Era un cierto aroma a bollos recién hechos, y el horno en la esquina de la avenida de América. Dulce sobre el especiado de la leña, y el diálogo fluido de dos ancianas. Se cierne sobre la capital un manto púrpura que señala en dirección a los primeros atisbos del amanecer.

Aparentemente no hay nada de Madrid que no le guste al residente nato ni al innato gato. La sencillez de sus callejuelas y el sinvivir de sus habitantes es el encanto que prima sobre el ruido que, quizás, disguste a tantos otros. Nadie imagina Madrid de otro modo. Yo no me imagino a Madrid sin sus embotellamientos a primera hora de la mañana, ni sin manifestaciones a última del día. Los señores trajeados y con carteras del metro, las señoras que disimulan no mirarse en el reflejo de las superficies brillantes. Por el rabillo del ojo. Eh, o sí, o qué, que también las has visto. Lo digo, digo Diego.
Se dice que María vivía sin complejos. Mentira, sin complejos de físico, que es el único complejo aceptable hoy día, que a uno se le olvida que la Vogue, que el periodiquillo, que la comidilla televisiva, que la radio que Internet, que si Twitter, etcétera. Tenía complejo de sentirse corriente, empezando por su nombre. La señá Antonia decía que María era nombre de virgen e inocencia, cosas que la joven bien careció iniciada ya la adolescencia. Se le perdió la virginidad un mediodía en los aseos del colegio de señoritas, y la inocencia en manos de un simpático muchacho que se encargaba del mantenimiento en la escuela. Recuerda todavía sus yemas llenas de sangre y los pinchazos. Pero nada de Pepe. Si es que Pepe, lo llevaba loquito, pasillo arriba pasillo abajo, con esas rodillas tan blancas y de nena, le perdía la muñequita.
Poco tiempo pasó cuando siguió explorando esas sensaciones que, si bien en un principio poco llamaban su atención, le abrieron un nuevo mundo de apetencias y desconocidos placeres.
Con cierta frecuencia, María, que desde niña había mostrado su interés y desarraigo a las costumbres propias de la familia, comenzó a visitar los locales de la Malasaña de aquellos años, de los años antes a cualquiera, imagina, mirá, qué años. La llamaban Platerita, por sus modales argentinos y esa picaresca propia de los rioplatenses. Se fumaba los cigarros como un buen hombre de negocios un puro, los enrollaba en el papelito fino de liar, el tabaco ese, migajado, aromático, pasaba la lengua y ahí, ya quedaba, un rasgar de encendedor y ahí que iba un cuarto cigarro. Las uñas se le volvieron amarillas, pero Platerita, la nena, los ojitos de miel, guardaba en su mirada y formas el encanto de la mujer fatal de aquellos años. Los de antes. Los de muy entonces.
Yo había llegado con mis modales antiguos y mis sonrisas de bebedor. La muy fingida disposición a atreverme a lanzar la caña a cualquier muchacha con risita repugnante, de las que te agotan la billetera. Maria te agotaba la billetera, de acuerdo, pero María era María. Una Lolita encantadora, de las que no quedaban. Por cincuenta te hacía la mejor mamada de la historia, contada y por contar, digo la Historia, eh. Soy discreto. Pero lo de aquella mujer no era normal, no, sus miradas (de las indiscretas, sí) prometían exactamente lo que la imaginación te jugaba en pocos segundos. Tenía los senos pequeños y la lengua suelta, y las carnes prietas, eh, de poca carne, pero firme y dura. Tenía la piel suave como una caricia de melocotón, y las caderas estrechas. Gemía con un placer oscuro las noches de luna llena, eso también lo recuerdo. Se aparecía en el portal con aquella mirada de indiferencia, cigarro en mano (decimotercero), y a continuación subía las escaleras muy lentamente, marcando cada paso, cada peldaño. Os juro que era sexo en estado puro. No sucio, pero sí enigmático, magnéticamente frenético. Lamía con lujuria su vientre y así empezaba con la respiración entrecortada. Cerraba los ojos en medio de aquel éxtasis buscado y esperado, cómo lo sabía, cómo me volvía aquella chiquita. Loco.


10.08.2013

54

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Nunca supe diferenciar entre las eses a final de palabra y las de principio. Siempre me sonaban a hueco, a rasgar de papel. Tampoco tuve claro si (g/j)irafa o e(x/s)


Me acaban de llamar gurú de mierda. Resentimientos, quizás me pasé, por vez enésima. Es gracioso. Me acaban de despreciar hasta el punto más infinitésimo existente, y lo primero que me viene a la cabeza no es ni compasión ni remordimientos, sino Leibniz y sus límites. Su cálculo infinitesimal.
Es existencialismo, quizás en una vertiente terriblemente dañina. Por una vez, no es autodestructiva, no sé hasta qué punto es bueno. Lo dulce de la autodestrucción es que es una amante egoísta, y la guardas para tu íntimo y único ser. No se comparte. Mía, tuya, suya, nuestra, vuestra, suya.
¿Y ahora? Qué vil, qué ironía, si justo me iba a poner a reflexionar en blanco, de ahí las primeras líneas que poco tienen que ver con el resto (por vez enésima). Que si aquello de las mónadas y su puta madre, que si los obsoletos y la ortografía, y esas paparruchadas que le vienen a un(a/o) cuando la noche afila sus (¿mis?) cuchillos. Las líneas simples del pensamiento, las profundidades recónditas de una caverna que más tiene que ver con Jünger que con Platón. Discernir, el aplauso del mediodía sobre la lluvia de un mes de Marzo.
Qué indiferencia supone el odio cuando el vacío, si bien existencial o no, es el que devora las entrañas como Cronos a sus hijos. Cronos y las pupilas dilatadas, las carnes sangrantes y la cara desfigurada. El rostro del horror, el mismísimo diablo durante mi tierna infancia. 

Otro párrafo más antes de un nuevo paso a la realidad.
A un(o/a) se le olvida. Será normal. Siempre preferí el teatro.