7.16.2012

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No existía aroma como el de la brisa matutina del puerto en Lorient. Aquella fue la conclusión que extrajo Puam nada más despertarse, mientras los rayos del sol acariciaban su rostro bronceado y su cuerpo, cubierto con una fina colcha floreada de cuando su abuela era pequeña. Y es que nada adoraba más Puam que los cachivaches antiguos y las reliquias que había ido acumulando su querida abuela durante las décadas que vivió allí, en la localidad portuaria de la Bretaña francesa. Los veranos eran terriblemente frescos, en especial al cercarse la madrugada, pero nada impedía a los visitantes y extranjeros visitar sus magníficas playas y calas, tan famosas y reconocidas en el país. Acudían cientos de barcos pesqueros y de lujo al puertecillo, y las vistas eran envidiables desde el balcón del apartamento de su tía Emélie, cerca del paseo marítimo.
Puam se levantó de un salto. Rebuscaba con ansias entre su ropa, acumulada en una sillita de mimbre de finales del siglo dieciocho que se encontraba en una esquina de la habitación. Se estaba poniendo nerviosa, tal y como le ocurría cada vez que no encontraba lo que buscaba. Por fortuna, pensaba la muchacha, el día se vestía de azul, azul turquesa como el del mar, azul turquesa como el cielo que augura tormenta. Los chubascos, que en la zona resultaban bastante habituales, eran uno de esos acontecimientos que le gustaba observar en primera persona. Siempre que su delicada salud se lo permitía se plantaba en el muelle a ver cómo el mar se picaba y las pequeñas embarcaciones luchaban en aquel despiadado oleaje, peleando por no ser devorados por esa gran masa oscura. Apartó con rapidez las distintas prendas. Allí estaba. Dio un tirón y sacó su chubasquero.
- ¡Abuelita! - gritó.
Bajó correteando las escaleras de madera, crujían con cada salto que daba en los peldaños.
La anciana salió a su encuentro. Vestía una bata azul oscura, casi negra, o negra incluso. Se trataba de uno de esos tonos extremadamente complicados de definir. El tejido en cuestión llevaba un estampado de unas gaviotas blancas, en la totalidad de la tela, y estaba decorada con una delicada puntilla en los extremos de las mangas de farol. Su pelo era cano, blanquísimo, como el de las casas encaladas de los municipios cordobeses, y estaba recogido con un tirante moño de bailarina. Sus facciones eran dulces y amistosas, al igual que su carácter. Unas divertidas pecas salpicaban su pequeña nariz de porcelana. Cumplía cada uno de los tópicos que nos venden las películas Disney sobre viejecillos adorables, así que, por supuesto, en sus manos traía una humeante jarra con café, recién hecho, cuyo aroma empañaba sus cristales.
- No corras Puam, un día de éstos tropezarás. Recuerda que hace dos días que enceramos el suelo. Maldita la gracia - añadió con un tono de tristeza - que tuviéramos que ir de vuelta al hospital. Pierre ya se sabe de memoria el número de la seguridad social.
Suspiró, cansada, y volvió a sus quehaceres diarios. La chiquilla la siguió trotando hacia la cocina.
- ¡Abuelita!
La anciana se giró de nuevo, con la misma sonrisa con la que la había recibido hacía unos instantes.
- Dime Puam.
- ¿Cuándo vuelve el abuelito?
- No tardará demasiado. En unas horas, si mejora el tiempo. Ya sabes que los pescadores trabajan hasta el mediodía.
- Sí abuelita. ¿Crees que tendrá miedo?
- Para nada. El abuelito es muy valiente, está acostumbrado a todo.
- ¿De verdad que echó a los alemanes durante la guerra?
- Claro que sí - rió la mujer -. Se compincharon todos los de aquí, del pueblo, y echaron a los comandantes con picos y palas.
- Qué valientes. ¿Y tampoco tuvieron miedo? Yo les hubiera dado muy fuerte, y no les habría dejado volver nunca, nunca, nunca.
- Bueno pequeñaja - dijo, haciéndole unas cosquillas en los brazos - ve a arreglarte que nos vamos a dar una vuelta por el centro. Tengo que ir a comprar verdura, ¿me acompañas?
- ¡Sí!
- Pues sube, venga. No tardes. Y acuérdate de coger...
- El chubasquero.
- Muy bien. Venga, ¡corre!

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Ahora clamo al cielo en espera de que caiga vestido de púrpura y naranja, de que se venga de Carnaval, brillante, purpurina en polvo que se expande en el tapiz bicolor de la puesta de sol.
Llevaba tres días escapándome de la tutela de mis tíos gracias a una copia de llaves que conseguí por mi primo, Lucas, al visitarme el fin de semana anterior. "Por favor Luke" le supliqué en un pequeño descanso tras la comida "dámelas, necesito evadirme". Comprensivo, tal y como había premeditado, las ocultó en uno de los bolsillos de mi chaqueta vaquera y me guiñó el ojo. "Aún me sorprendes" añadió. No entendí a qué se refería, pero allí estaba mi pequeña libertad metálica, y es lo único que me interesaba.
Metía las llaves en la cerradura y con un giro silencioso, abría la puerta y salía escopeteada por las escaleras. La parte de atrás llevaba a un antiguo camino de tierra batida, donde el viento levantaba el polvo hasta conseguir arrancarte un máximo desconocido de estornudos. Algunos hierbajos se aventuraban sobre los recodos, hasta llegar a la carretera principal que llevaba al cerro de la villa. Era una pista empinada que ascendía sobre una suave colina, como si de un gran gigante se tratara. El asfalto se recalentaba durante las mañanas, en las que el sol lucía sin apenas un atisbo de nubes, y al llegar la noche, me tumbaba sobre él, resguardada del viento, congelado, helado, aún a pesar de que estuviéramos en el más entrado Julio. Resultaba un tanto estúpido andar por el velo nocturno en pantalón corto, pero valiente de mi, más bien testaruda, me ataviaba de un par de chaquetas y salía a la aventura, buscando relajarme, meditar. Pensar, sola. Sin nadie. Era el gran momento del día, cuando las estrellas se mostraban para mi, iluminando desde la distancia. Me gustaba dibujar mentalmente conexiones entre unas y otras, vislumbrando las constelaciones que ya trazaron antes los grecolatinos. Me recordaban a mi padre, sin duda. Él había sido quien me había infundado el amor por la astronomía en mi más tierna infancia, cuando nos tirábamos horas y horas delante del telescopio y me hablaba de Kepler, con un movimiento elíptico del dedo y los ojos como platos.

7.08.2012

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Viví durante algún tiempo de prestado, en un apartamento de amplios ventanales y techos altos en la zona más cara de Madrid. Aún recuerdo la mirada sorprendida de la anfitriona al pagar las quince primeras mensualidades de una vez, y no en las cuotas que, supongo, se esperaba. Se trataba de una mujer de buen ver, buena familia y buen apetito, entrada en años pero con una elegancia y clase que no se compraba con dinero. Se notaba que ella nadaba en la abundancia y riqueza de aquel ambiente, un ambiente que no se respiraba en cualquier rincón, ni en cualquier ciudad, tan sólo allí, en la calle Princesa, asomada desde el balcón con la mirada perdida en los turistas.
Dormí durante cuatro noches en la calle. Bueno, en realidad no dormía, descansaba ligeramente, y a las ocho, hora punta, acudía a una cautivadora y dulce cafetería a desayunar mi café y croissant relleno de chocolate. Me quedé prendada en seguida por el encanto de las avenidas y parques iluminados, y de la más negra madrugada. Princesa guardaba en sus entrañas un encanto que nunca había degustado con anterioridad, y es que era durante el ocaso cuando los largos paseos adquirían para mi su máxima belleza, y esa magia recaía con especial fuerza en Noviembre. Noviembre vestía de gala la capital, los árboles se tornaban caldera al llegar la víspera de los Santos Inocentes, y yo acudía a mi visita cotidiana del Palacio de Liria. Nunca agradecí lo suficiente los contactos con los que conté desde bien joven, y gracias por supuesto a la buena fama que gozaba mi familia entre el círculo de artistas y otros nuevos aficionados al arte de buen nivel adquisitivo. Fue por ellos por los que las largas listas de espera nunca supusieron un problema para gozar de la vasta colección de cuadros y joyas de la pintura, a cada cual más exquisita, a cada cual más incitante a su observación. Los encargados de las visitas guiadas conocían de sobra mi rostro y mi "Buenos días" con aroma a fragancia de melocotón, no se molestaban en ofrecerme sus servicios: conocía todos los secretos de la mansión como si allí mismo me hubiera criado. Pero, sin lugar a dudas, de nada disfrutaba más en aquellas esporádicas citas que de sus jardines. Estimaba de corazón que me permitieran vagar en soledad entre los árboles, los setos y el asfixiante abrazo de las enredaderas en las escaleras de mármol de las esculturas y monumentos. Era el susurro del viento entre las hojas de los sauces, que me transportaba a un estado íntimo del subconsciente, la ausencia descarada de pensamientos y superficialidad. Un reencuentro, algo... trascendental, profundo. Como si me encontrara a mi misma.
Y es que en ninguno, en ningún otro lugar me encontraba como allí. Porque nada es, ni se parece tan si quiera a Madrid.

7.02.2012

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Versas un "dos" sobre tus labios y después un cigarro. Papel de liar y el aroma adheridos en tus huellas dactilares durante ocho minutos, marca de fábrica, marca de tacto. Eres piel y eres esencia salvaje irrevocable, sospecha, prestigio, recelo, indicio. Coronas mis dudas, yo arropada entre mis sábanas y tú asomado en la ventana. Ahí escondidas un par de menorquinas, cuando me suspiraste que éste sería nuestro verano, puede que de otros, pero seguro nuestro, que haríamos noche en un barco y viviríamos en Formentera. La emoción-colapso de un cortocircuito, los amaneceres tranquilos que se deslizaban con arena, limón y sal. Y tú, y tú. Tú eras mi Formentera, mi necesidad, la barba de tres días que mordía entre carcajadas y las camisas medio desabrochadas que nos dejábamos siempre por planchar. El platito de tellinas del bareto en Es Caló, eres el salitre de nuestra piel seca después del submarinismo. Tú coral, tú aguamarina, tú pez payaso, tú beso, tú y yo. Nada más, te quiero más.
Eres, eras, pudo haber sido, fue, será. Y todos los tiempos verbales del verbo "no se acaba aquí"

7.01.2012

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Y tal y como sucedieron las cosas, yo creo que ya es momento de definir, limitar y concretar el concepto. Apartar. Pisar el freno, porque ya es demasiado lo que me permito mirarte. El fluido vacío e inexistente de una distancia de asiento y asiento en el vagón de Metro, vueltas confusas de amarillo gris y blanco. La voz mecánica anunciando la parada de Bailén y tú forzando una conversación que a mi no me apetece. Surrealista, pienso. Surrealista a tu lado y que hayas sido de otra, y no mío, esta noche. De tu hipócrita honestidad que hacías bandera en su momento, de ésa por la que suspiré durante tanto tiempo. Y ahora es mirarte y desconozco tu interior, si respiras, si conspiras en realidad o si deseas algo que trascienda de lo carnal. Y si tu consejo fue que amara, tú has actuado en sentido contrario. Por dentro me desgarro y no de rabia, sino como si de un cristal se tratara. Un diamante que cae y se destroza, mil pedazos, miles y brillantes.

No te puedo decir ahora que me quieras, ojalá me hubieras querido esa mínima parte que siento, esa mínima porción de lo que ya viví y ya no es tanto. Pero aún soy muy niña, como entonces, y para ti siempre guardé la ilusión de aquel Enero en el que creí que sería la última, la primera. O al menos, la única.
Pasajeros colapsados frente a una puerta de doble ventana. Una mano y entonces, estampida. Pululan las pisadas, las carteras, las ondas rubias de esa chica que me suena haber visto en una revista, hace dos semanas. Deslizas tus dedos sobre un táctil de envidia y envidia es lo que tengo al desear aparecerme en Londres, preciso instante. Metal. Suelos pulidos, papeles en las esquinas. Es la tarjeta de un único viaje, uno más que significa el último en tantos sentidos. Quizás porque me paso a Bonometro y porque prefiero no mirarte ni a los ojos. No quiero.
Pero si tenemos que culpar, culpemos a la humedad, el cielo encapotado del recién estrenado Julio, las cenizas sobre nuestros hombros, y en tu marquesina. No sé, si pretendías... Pero si querías, no te veo. No voy a volver a verte, no. Me escondo en los ojos irritados de una alergia fingida. Fin. Fin. Fin.
Ven a buscarme, ven. Ven que ya he decidido, que lo que antes era definitivo, ahora está enterrado. 
Nunca. ¿Me oyes? Nunca.

La mayoría de los días del año no tienen nada de especial, comienzan y acaban sin dejarnos recuerdos perdurables en la memoria, la mayoría de los días no tienen ningún impacto sobre el transcurso de una vida. El 23 de Mayo, era miércoles...
500 Días Juntos.