8.15.2012

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No era ni frío ni espasmo ni nubes de algodón ceniza. Más bien se aproximaba al dulce baño de luz de los veranos de Euskadi, las temperaturas agradables que se guardan como oro en paño, lejos del agobio húmedo de la ciudad natal que había abandonado un par de días atrás.
Era un aeropuerto. Era el aroma del césped fresco y tres toallas extendidas sobre la hierba, digno de británico de pura cepa con el que lidiábamos cada vez que hacíamos marcha hacia el Centro. Éramos unos cuantos inútiles traficando con paquetes de tabaco con complejo de coleccionista. En los estantes de las cocinas se aglomeraban en un orden aleatóriamente jerárquico botellas de todo tipo de marcas de alcohol. Mi favorita era una miniatura de Jack Daniel's que robamos en un Tesco cercano a la residencia, entre un Smirnoff Ice y un Jaggermaster. Sobre la encimera quedaban algunos restos de las pizzas que tuvimos que encargar, entre risas y urgencia, la noche anterior, puesto que los rugidos de nuestros estómagos sobrepasaban de largo el nivel soportable de decibelios. Similitudes y coincidencias que nacen de la convivencia. Se llama amistad, así aparece en el diccionario. Pero nunca quise llamarlo de ningún modo, porque echar de menos se echaba de más entonces. Qué sentido tenía, si por conocerlos ni los conocía, y menos quererlos. No los quería.
Los acabé queriendo, así también pasaban los días. Donde antes no había lugar para el cariño ahora era espacio más que de sobra para acogerlos a todos. Es el roce, es compartir carcajadas y descorchar champagne y vino. Aprender que hay más mezcla con la Coca-Cola que el ron y quién de todos me resulta el más golfo. ¿Por qué te abalanzas sobre una sandía? En aquellas lejanas tierras limítrofes, punto de encuentro de toda clase de culturas, no existe pieza de fruta sin atraco a mano armada. No fueron escasas, tampoco, las veces que nos tumbamos sobre colchas desfasadas de moda pero suficientes para aguantar las frías noches de Oxford, pasando de estudios a hombres, y de chocolatinas a hombres de nuevo. Préstame tu camiseta, y no tardes al volver de la ducha mientras llamo a mi abuela por teléfono. Suspiros, ven que te ayudo, ven que te explico y ven que te los presento. La rutina se vuelve dulce como la miel, adictiva como la heroína. ¿Bebo por afición, aburrimiento o diversión? Dormir en la madrugada más espesa confiando en un despertador que sonaría cinco horas después. Aquella imagen de melancolía y nostalgia en mi habitación de seis metros cuadrados se esfumó en cuestión de horas. Dejó de existir. Desapareció.

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