9.03.2012

26

Estampida de emociones, a borbotones, como la espuma subiendo por el cuello de botella de tu quinto. Nuestros labios se mueven ya con torpeza buscando el diálogo dulce, aunque pícaro, producto de ése alcohol que lleva flotando sobre nuestras venas hace ya al menos una hora. Echas una mirada furtiva hacia tu bolsillo y sacas el móvil, riéndo entre dientes el último chiste malo que leíste en el magazine dominical. Parece que me has leído la mente. Las manecillas apuntan con precisión Longines las doce y treinta y dos minutos de la noche.
El ambiente de aquella noche distaba bastante de mi frenesí interior. Nos mecíamos en unas sillas de madera entre conversaciones a medio volumen y camareros que iban y venían, retirando los botellines vacíos que apurábamos sobre la marcha. Siempre he creído que el poder de reflexión de las burbujas adquiere una especial intensidad si éstas son de una Newcastle, y aquella noche nada me apetecía más que desgarrar los límites de consciencia y subconsciencia y hacerlos vibrar. Qué decir, si sobran las palabras, que durante dos semanas intenté mantenerme lo más lejos posible de la realidad, pero no se puede obviar lo inmediato. Y qué había más inmediato, que el reencuentro. 
Septiembre. Lo que para tantos suponía un nuevo comienzo, para mi tan sólo se quedaba en una mezcla non-grata de fonemas sibilantes, oclusivos y nasales. Septiembre, septiembre. Me recordaba al café, adictivo en aroma pero amargo en boca. Pero no había lugar para el café en aquella taberna semi-iluminada de barrio, ni si quiera en la supuesta carta del menú. Cécile parecía recién salida de un horno, con las mejillas todavía ardientes a causa de la larga exposición al sol, durante el mediodía. No quiso apartarse, decía que la crema superaba el factor 50+. Siempre fue una muchacha terca y de fuertes convicciones, la sonrisa más traviesa del apartamento. Los pómulos y frente prominentes, además de su larga aunque escasa cabellera rubia, la diferenciaban del resto de muchachas. Os aseguro que nadie lucía más orgullosa su cuerpo que ella, haciendo bandera de su delicada anatomía polaca y pestañas postizas. Una farola encendida en la lluvia parisina, sin duda. Parloteaba entre gestos y gin tonics sobre irse a vivir a Estocolmo, decía que las largas estancias en el metro de Londres, junto al mal tiempo que acompañaba de costumbre a la ciudad, la agotaban en exceso.

>> Arctic Monkeys — Fire and the Thud

—Nunca me ha acabado Inglaterra—decía entre sorbos—, la gente es sucia, fría y cuadriculada. Peor que los alemanes, y ya es decir. Ni si quiera mi abuela me habló tan mal de los alemanes — sé que os lo esperabais, siendo polaca — cuando invadieron Varsovia. Aquellos eran despiadados, pero al menos se cambiaban de uniforme después de la faena. Hijos de puta. ¿Ves? Estocolmo, ya te digo. Suecia es uno de los países con más inversiones en el Estado de bienestar, la ayuda social y la investigación —otro sorbo—. Es mi lugar. Pierdo el tiempo aquí, ¡ni si quiera sé que hago bebiendo cerveza! Malos hábitos adquiridos, ¡a mi no me gusta la cerveza!
—Cile, eso es un gin tonic.
—¿Y qué más da? Las inglesas siguen siendo gordas y en los desayunos sólo sirven muffins de chocolate y expresso. No me tires de la lengua, que echas de menos volver a las orillas del Támesis lo mismo que yo. Sé que andabas comiéndote la cabeza con ello, te he visto. Porque volver es inevitable, sí. Y a la vuelta las calles seguirán abarrotadas de turistas durante el mediodía y los Starbucks de ejecutivos; Marie Anne seguirá con sus clases en el Kings, a la vuelta preparará la cena y nos contará cómo está de harta de su marido, que necesita vacaciones, que necesita un jovenzuelo que le alegre el cuerpo; Westminster siempre será Westminster y cantaremos hasta morirnos de frío 'La Barbacoa' en Navidad; y tú le echarás de menos los días de lluvia. No hay más.
—Por desgracia.
Cécile guiñó un ojo, como huella de empatía.
—Nunca es tarde para cambiar.
Adrienne, que había atendido con interés el monólogo de Cécile, inclinó su cuerpo hacia un lateral y cogió su bolso.
—Llámale, anda.
Negué con decisión.
—No.
—¿Por qué?
—Le puede el orgullo.
—¿Y no está pudiendo contigo ahora?
—Es distinto—continuaba negando—. No tengo noticias suyas desde hace días, y ya ves tú, un par de palabras cruzadas en mensajes de texto.
—Te llamó desde el aeropuerto, aún así.
—Ya.
—Os vais a ver mañana, ¿no?
—Todavía no lo sé.
—¿Qué?
—Que no lo sé.
—¿Por qué? No seas estúpida.
—Tengo dudas.
—¿Otra vez aquel muchacho de...?
—Sí...., bueno, en realidad no. No, no, soy yo. Es que, no sé. No lo tengo claro. No sé qué siento. No sé... a ver, sí, sé que siento algo.
—Pues ya está.
—No, ya está no. No vale ya está. No vale gustar.
—Siempre tienes que ir a lo grande.
—No sé con qué intensidad es.
—Ya evolucionará, tiempo al tiempo. Crees que enamorarse es cosa de... De cuentos, de desperatrse y tenerlo claro. No, amiga, llega con el paso de los días y los meses, de la convivencia. Te enamoras cuando estás con él.
Balbucí mentalmente una respuesta, y frené en seco. Adrienne me miró inquisitiva, al advertir el gesto de represión.
—Respecto a eso...
—Ambas sabemos—me interrumpió antes de conseguir formular mi frase— que eso sí que fue distinto.
Se hizo un largo silencio en la mesa. Johana dibujaba con las gotas de cerveza derramada mientras las demás hacíamos acopio de fuerzas para pedir una última ronda, sin saber aún muy bien si brindar por un futuro incierto o un pasado insuperable.
Cécile se levantó de la mesa y recogió las pocas monedas que quedaban ya, para acercarse a la barra.
—Quizás—apostilló—ya es hora de dejarlo pasar. Por muy distinto que fuera.


[...] And the jostling crowd, you’re not allowed to tell the truth
And the photobooth’s a liar, and the sharpened explanations
But theres no screaming reason to inquire [...]

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