3.07.2013

46

Oscuridad. Profunda, densa. Una masa funesta de petróleo y obsidiana. Agujero negro interestelar. Oscuridad.
Resuenan, como alaridos de ultratumba, ecos chocando y rebotando sobre las paredes de hormigón del corredor, una especie de tañidos distorsionados provenientes de las habitaciones del fondo. Piano, guitarra. Como golpes, como violencia. Una sensación de incomodidad y euforia en la nuca y las yemas de los dedos, se eriza el vello de todo su cuerpo. Jean apura con una última calada su cigarro y escupe. Así que estos son los locales. Gira la cabeza primero hacia la derecha, luego hacia arriba, y a continuación levanta un pie del suelo, como quien ha pisado un chicle en medio de la Gran Vía. Una larga grieta recorre todo lo largo del pasillo. Las paredes parecen un cuadro impresionista de moho, humedad y pintadas. Pasa la mano con detenimiento sobre ellos. No entiende lo que está escrito, será obra de algún puto analfabeto alcohólico o de los yonkis que vienen los fines de semana cuando pasan las tres de la madrugada y cierran el Metro.
—Menuda puta mierda—masculla entre dientes.
Sus pasos entremezclándose con esos ecos vagabundos. Un, dos, un, dos. Un soldado que se dirige inequívoca e irremediablemente hacia un objetivo incierto, adhesivo, corrosivo y latente, un corazón enjaulado entre costillas de acero y ladrillo. El cuero de su chupa contrayéndose en ese vaivén de brazos, se mete las manos en los bolsillos como si buscara su mechero y pretende parecer más mayor. Qué gilipollas, a veces se mira al espejo y se ve como si fuera un crío de diecisiete. El pelo, los ojos. A veces no aparenta ni la mayoría de edad, y sobrepasa por cuatro o cinco meses los diecinueve.



(Boceto 46, 8 de Diciembre)

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