5.17.2013

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No había luz. Había por doble partida, partida por la mitad con el trazo suave de la sombra de una lámpara, éstas que se llamaban Art Decó. Estas tantas que como cualquier moda se difumina con los años su presencia.
Apretó sus labios y suspiró con delicadeza. No había nada más que delicadeza en cada uno de sus gestos, como un etéreo hálito de inocencia inmerme, descuidadamente calculado. Hermoso. Hermosa, como toda ella. Era un moño caramelo desecho, con un par de mechones sobre la frente y los parietales. Era una sonrisa dulce de limón y dientes menudos y brillantes. Era mejillas coloradas y la sensación de que las horas no eran más que un entretenimiento simple, una obligación en ocasiones. La existencia del estrés como incógnita de su propia existencia: nunca perdió la calma ante los problemas. Quizás es que nunca tuvo. Quizás era su simpleza, su sencillez. Y es que era la más perdonable de las transparencias, el arquetipo más consentido.

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