10.23.2013

Orchid I

Zygmunt tenía veinticuatro cuando lo amordazaron con la cuerda del cobertizo y le rasgaron la piel con un cuchillo de sierra. Era el veinticinco de octubre de mil novecientos noventa y siete.
A Marion le gustaba cómo la sangre le chorreaba de un modo peculiar y dantescamente artístico sobre el lienzo que era la piel de Zyg. La nieve había absorbido gran parte del líquido y se expandía a una velocidad siniestra y alarmante.
—Llevaos a los chicos—masculló uno de los policías, un hombre grande y serio, con el bigote espeso y las facciones duras, propias de un prusiano. Se había alejado para vislumbrar las pisadas de barro de los supuestos asesinos, pero nada que permitiera identificarlos. No había prueba ni rastro de ADN que fuera a facilitar avanzar en el caso. Los curiosos empezaron a asomarse a través de las cortinas de los salones, dejándose llevar por el horror y el morbo de la situación. La señora Pitcher se llevaba las uñas a la boca constantemente y susurraba incoherencias. Celestino apuraba un café, al otro lado de la mesa.
—Era un pobre muchacho.
—Esta juventud está enferma, ¿te has fijado, eh, te has fijado? Eso son las drogas y los padres, que no ofrecen una buena eduación a los muchachos, pero, ¿de qué educación hablamos? ¿Los has visto? Ayer los vi fumando en el portal, ¡y al entrar al instituto! Es una vergüenza, te lo digo yo, ¡me asusta! ¿Y si nos pasa a nosotros, Celestino? ¿Y si nos amordazan? ¿Y si me violan? ¡Ay, no, por Dios, Virgen Santísima, qué horrible, qué desgracia tan grande! Las drogas, Celestino, ya te lo he dicho. Esta gente se mete de todo y en cualquier momento. Espero que no le pase nada a Susan, espero que no se acerque, mañana no saldrá a la calle.
A Marion le gustaba la sangre, sí, pero no podría nunca sentir más que sencilla curiosidad por las lágrimas carmesís que caían denotando lo irreversible del suceso.
—Está lloviendo—suspiró Peter. Se le había cubierto el pelo de hollín y hojarasca, tras permanecer horas espiando tras los setos. Era el hijo de la señora Pitcher.
El cielo se había encapotado en el letargo dulce de las horas. Marion se sacudió con un gesto leve las rodillas.
—Vamos a casa. Tengo frío.





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