4.26.2014

Prototipo

Se llamaba Marlene, pero se hacía llamar a sí misma Margot. Como Margot Tenembaum, de los Tenembaums, su película favorita para tomar con palomitas dulces, pero no era tan pálida, ni tan cándida, ni tan rubia. Ni tan fumadora.
Se llamaba Marlene y bailaba ballet. Bailaba muy bien ballet, de hecho. Desde los siete años se había dedicado en cuerpo y alma a la danza, sin duda animada y secundada por su madre, la señora Minna Schultz, una mujer de facciones duras y manos frías con una exacerbada obsesión por la excelencia académica. La señora Schultz hubo lamentado desde el nacimiento de su niña que ésta hubiera mostrado siempre una tierna indiferencia por las letras o las ciencias, a diferencia de sus hijos Bertram y Ferdinand; y, tras varios disgustos, cesó en su ímpetu de proyectar una pequeña Brönte y reordenó sus prioridades, aceptando que si bien su hija no podría ser jamás una genio, como esos asiáticos que funcionaban casi a la par que una calculadora, sí podría hacerse un hueco en el elenco artístico y musical, que para algo en su tierra tenía cierto renombre. Aquella misma noche que tomó el camino de la resignación, la señora Schultz cogió la llavecita de plata, bajó a la bodega a por tres botellas de Spätburgunder y bebió en la penumbra, sentada en la gran mesa de la sala de invitados, con sus medias negras y sin dejar, en ningún momento, de mantener esa actitud calculadora y congelada que la definía.
Así, Marlene se divertía en el kindergarten deleitando sus compañeros con estrambóticos conciertos de cacerolas y triángulos. Sus profesores se llevaban las manos a las orejas y corrían a quitarle todos sus instrumentos, pero era peor el remedio que la enfermedad, pues sus chillidos eran aún más insoportables que esas improvisaciones artísticas... Si así podían llamarse. Con el paso de los meses, llegando a los seis años, la pequeña Marlene refinó sus gustos y dotes musicales y se pasó voluntariamente al piano. Voluntariamente también montó en cólera con una de sus rabietas para que los señores Schultz accedieran a comprar el piano de pared que tanto le gustaba. No quería un teclado, claro. Quería un piano. De pared.
La inversión, sin embargo, no fue en vano, y la muchacha aprendió con ayuda de un maestro de la Hochschule für Musik Köln a interpretar con sorprendente agilidad y gracia las piezas más preciosas de Bach, Schumman, Chopin y Liszt. Una de sus sonatas favoritas era una de John Cage que practicó incesantemente durante cinco meses y medio, hasta que una mañana, sin más, se despertó habiéndola olvidado al completo.Fue la mejor noticia para Ferdinand en meses, que sentía supurar sangre cada vez que escuchaba por vez enésima las mismas notas, una y otra vez. De hecho, gracias a esa paz interior que sintió le muchacho fue capaz de superar las pruebas de acceso a la Universidad y matricularse, con una de las mejores calificaciones, en Físicas.

>> 17 de Abril.

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