7.13.2014

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Tengo miedo. Tengo angustia. Siento ansiedad; y dudas, las siento.
Me preocupa otra vez, pero con un matiz distinto, el problema que viene siendo habitual desde hace casi cuatro años. Mil cuatrocientas sesenta y una losas marmóleas, luces incandescentes en el cerúleo de mis diecinueve. Un resquebrajo. Clac, clac. Clac.
Ya son tres. Como Pedro, yo también me he negado tres veces este bombeo sospechoso de después de abrir los ojos. Mirar el reloj y que no lleguen las seis de la mañana, también es dolor no poder dormir más de cinco horas desde hace meses. "Todo son números", entrecomillado mental, "me definen los números".
Bajo los párpados con amortiguador. He tenido la suerte de recuperar un libro que dejé a mitad hace tiempo (el del principio), parece que su lectura me sana las llagas del pensamiento. Y espíritu, quizás. Tras tanto escepticismo y vacío anímico, recuperar la ilusión por lo místico y metafísico es un bálsamo del alma. Lobsang Rampa está consiguiendo por mi equilibrio más que la humanidad, en el sentido de actitud y flaquezas propias al ser humano, todo este tiempo atrás. Saldré ahora ermitaña.
Pero algo curioso está pasando con el retorno a las descripciones tibetanas, y es que en contra de lo esperado, mi subconsciente juega a las disertaciones del corazón, no del ascetismo. Y son tres, como las negaciones, los sueños que enturbian al despertarme. 
Suenan las cigarras. Rascan sus patas, el verano está ahí fuera y yo escondida tras las persianas. Todos duermen, nadie se levanta. La garganta me sabe a una sangre que más que sangre es bilis púrpura. La botella de agua, el café, el té, las pastillas, el nervioso, el sindormir, el sindescanso, el sinvivir. El sinsentir. Mira, la publicidad de las pizzas que no quiero comer, quiero ser vegana, quiero ser vegana pero me cuestan hasta las razones, también unas piernas más delgadas y las ojeras difuminadas. Mulán.
El primero fue hace una semana, sin duda. Me desperté con un sobresalto y las sábanas empapadas de sudor. Era aquel chico con el que tuve y no tuve algo hace un par de años. Eran sus caricias en el sofá de aquel apartamento inglés, los dos solos, como entonces. Las cervezas del supermercado, amargas, ácidas, burbujeantes. No podía dejar de mirarlo y se me encendían las mejillas, y las manos, y el vientre, y las piernas, y la respiración. Y sobresalto, y sommersalt. Se esfumó.
Y me asusté.
El siguiente fue hace tres noches, podía palpar la realidad onírica. La sorpresa es que fuera tan cercano, y tanto deseo escondido en sus labios, en sus pasos, (carencias poéticas, ustedes disculparán), en que se acercara y me recorrieran los nervios por la espina dorsal. Que me estuviera hablando no era lo excitante, sino que despertara en mí emociones de tanta intensidad.
Y me asusté.
El tercero ha sido esta noche, y casi me ha dolido, siendo sincera. Cómo no va a doler recuperar a aquel asesino que apareció hace ya tantos años en una de tus ensoñaciones. En aquella ocasión, estábamos en mi antigua casa de veraneo, una especie de piso con tres habitaciones, una cocina y un salón no demasiado amplios. Nos estaban sometiendo a extorsión y tortura por una serie de pruebas que debíamos superar, y entonces llegó. Vestia entero de negro, era alto y delgado, bien definido, sin embargo. Tenía la expresión de contínuo interrogante, algo de soberbia se dibujaba en sus comisuras. Las facciones eran duras, pero sus ojos delataban cierto magnetismo. Recuerdo armarme de valor y conseguir que se diera media vuelta al hablar con él, tragándome el miedo pero también esa atracción-repulsión.
Y esta noche volvió, como si tuviera que cumplir de nuevo con sus obligaciones. Se me paró el corazón durante unos segundos porque podía verle, podía recordarle, podía reconocerle. Podía sentir el sudor frío y la sangre bajo la piel. Él también me recordaba.
No me cogió de la mano, nadie nos había visto. Me llevó a una de las habitaciones y nos tumbamos en la litera superior. Me miraba, me respiraba. Yo también podía respirarle. Sentía que iba a estallar por dentro y preferí darle la espalda, destrozada y confusa. ¿Qué me ocurre? Y empecé a notar sus besos en la nuca, y en el cuello, y sus dedos aventurándose por mi espalda y el abdómen. Sentí como subía hasta el pecho con sus caricias y no me importó. Tragaba saliva.
No podía estar sucediendo, pero sí. 
Y tenía miedo, sentía miedo. De sentir.

Se fue al cabo de una hora, sin sangre en sus manos.
"Al final vas a ser una leyenda".

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