3.30.2013

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Zabr abre los ojos sin inmutarse. Se despierta con la voz ronca del estrés post-traumático del último chupito de tequila.
Hace días que no piensa. Días y semanas. Días y meses. Tiempo. Desconoce hace cuánto se desenganchó de su heroína, y las jeringuillas se postergan semiocultas en la penumbra de varios cajones, entre hojas de libreta y el mal recuerdo de un par de resacas. Sabe que ese vacío no es más que la segunda parte de una película sin nombre ni carátula, ni escenas dobles ni productivo que la pague. Ella sola haciéndole frente a la cámara, de espaldas a un decorado que no recuerda cómo consiguió.
Resuena como eco sobre sus entrañas, las más profundas. No necesita arrancar ni hígado ni corazón ni coraje, las simples vísceras que odió y amó con tanta perseverancia, y ahora... Ahora. Hablaba de paciencia  para disimular que no esperaba, y se encontró con que la paciencia se convirtió en compañera inalienable, la cara oculta de la Luna, álter ego. Tan pronto como se pudo deshacer de sus quejidos, comenzó a echarlos de menos. Absurdo. La fea costumbre de querer y no querer, como si se tratara de un juego o una partida de ajedrez. Tarde para darse de bruces contra la realidad, también. O pronto. O nunca preparada.
Hay días de octubre que la llaman a la puerta con menos frecuencia de la que se esperaba. Quizás es que al final ha madurado, como las manzanas en primavera. Quizás es el almendro que se hiela con la mínima ráfaga de frío siberiano.
Abre de nuevo el de Isabel Allende con la inocencia de un chiquillo.
"Yo no quiero, ni sé querer. Nunca he sabido ni tengo intención por aprender. Tengo miedo, miedo de lo desconocido, miedo de lo vivido y de volver a revivir. Miedo del miedo, de huir."
Y se funde como hierro en una amalgama de lágrimas y luz tornasolada, sin querer bajar la persiana con temor a que se desencaje de la realidad. Que se desate, como un ser pequeño, indefenso, y no sepa reencontrarse. Aunque, es posible, el auténtico reencuentro sea ese llanto amargo.

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