10.22.2013

Pathos I

Hacía viento. Siempre lo hizo. Siempre se comportó como si la vida se le fuera entre los dedos, como si se despertara cada mañana al borde del abismo de la colilla de un cigarro, y qué. Y qué, más que suspiros. Redoble de tambores sobre el corazón, los pálpitos.
Era Madrid el quince de septiembre del año cualquiera. Era un cierto aroma a bollos recién hechos, y el horno en la esquina de la avenida de América. Dulce sobre el especiado de la leña, y el diálogo fluido de dos ancianas. Se cierne sobre la capital un manto púrpura que señala en dirección a los primeros atisbos del amanecer.

Aparentemente no hay nada de Madrid que no le guste al residente nato ni al innato gato. La sencillez de sus callejuelas y el sinvivir de sus habitantes es el encanto que prima sobre el ruido que, quizás, disguste a tantos otros. Nadie imagina Madrid de otro modo. Yo no me imagino a Madrid sin sus embotellamientos a primera hora de la mañana, ni sin manifestaciones a última del día. Los señores trajeados y con carteras del metro, las señoras que disimulan no mirarse en el reflejo de las superficies brillantes. Por el rabillo del ojo. Eh, o sí, o qué, que también las has visto. Lo digo, digo Diego.
Se dice que María vivía sin complejos. Mentira, sin complejos de físico, que es el único complejo aceptable hoy día, que a uno se le olvida que la Vogue, que el periodiquillo, que la comidilla televisiva, que la radio que Internet, que si Twitter, etcétera. Tenía complejo de sentirse corriente, empezando por su nombre. La señá Antonia decía que María era nombre de virgen e inocencia, cosas que la joven bien careció iniciada ya la adolescencia. Se le perdió la virginidad un mediodía en los aseos del colegio de señoritas, y la inocencia en manos de un simpático muchacho que se encargaba del mantenimiento en la escuela. Recuerda todavía sus yemas llenas de sangre y los pinchazos. Pero nada de Pepe. Si es que Pepe, lo llevaba loquito, pasillo arriba pasillo abajo, con esas rodillas tan blancas y de nena, le perdía la muñequita.
Poco tiempo pasó cuando siguió explorando esas sensaciones que, si bien en un principio poco llamaban su atención, le abrieron un nuevo mundo de apetencias y desconocidos placeres.
Con cierta frecuencia, María, que desde niña había mostrado su interés y desarraigo a las costumbres propias de la familia, comenzó a visitar los locales de la Malasaña de aquellos años, de los años antes a cualquiera, imagina, mirá, qué años. La llamaban Platerita, por sus modales argentinos y esa picaresca propia de los rioplatenses. Se fumaba los cigarros como un buen hombre de negocios un puro, los enrollaba en el papelito fino de liar, el tabaco ese, migajado, aromático, pasaba la lengua y ahí, ya quedaba, un rasgar de encendedor y ahí que iba un cuarto cigarro. Las uñas se le volvieron amarillas, pero Platerita, la nena, los ojitos de miel, guardaba en su mirada y formas el encanto de la mujer fatal de aquellos años. Los de antes. Los de muy entonces.
Yo había llegado con mis modales antiguos y mis sonrisas de bebedor. La muy fingida disposición a atreverme a lanzar la caña a cualquier muchacha con risita repugnante, de las que te agotan la billetera. Maria te agotaba la billetera, de acuerdo, pero María era María. Una Lolita encantadora, de las que no quedaban. Por cincuenta te hacía la mejor mamada de la historia, contada y por contar, digo la Historia, eh. Soy discreto. Pero lo de aquella mujer no era normal, no, sus miradas (de las indiscretas, sí) prometían exactamente lo que la imaginación te jugaba en pocos segundos. Tenía los senos pequeños y la lengua suelta, y las carnes prietas, eh, de poca carne, pero firme y dura. Tenía la piel suave como una caricia de melocotón, y las caderas estrechas. Gemía con un placer oscuro las noches de luna llena, eso también lo recuerdo. Se aparecía en el portal con aquella mirada de indiferencia, cigarro en mano (decimotercero), y a continuación subía las escaleras muy lentamente, marcando cada paso, cada peldaño. Os juro que era sexo en estado puro. No sucio, pero sí enigmático, magnéticamente frenético. Lamía con lujuria su vientre y así empezaba con la respiración entrecortada. Cerraba los ojos en medio de aquel éxtasis buscado y esperado, cómo lo sabía, cómo me volvía aquella chiquita. Loco.


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